Mientras escucho, cual cortina musical de una novela berreta de las tres de la tarde, a Michel Buble cantando canciones navideñas, me pregunto: ¿Por qué mierda Dios permitió que la navidad existiera? ¿Había necesidad alguna de someter a los seres humanos a semejante tortura psicológica, comercial y capitalistica pseudo-religiosa? 
Mis navidades nada tuvieron de “blancas” aunque si mucho de turbias. 
La “temporada” de celebración del binomio navidad-año nuevo empezaban en mi casa allá por el 13 de octubre, cumpleaños de mi tía, en donde armábamos el “mapa” comestible-geográfico de las fiestas. Ese día se decidía que se iba a comer en cada una de las cuatro fechas que conformaban las celebraciones y en dónde se iban a dar los selectos encuentros que concentrarían a lo mejor de la parentela que coincide, misteriosamente, con lo peor de la tanada.  
Dos meses… dos meses y medio para cocinar, preparar y adobar las carnes, verduras e hidratos de carbono que conformarían la mesa del amor, la paz y el colesterol.  
Mi familia no gozó nunca de los encantos de la piedad cristiana. En casa, todo era importante, menos el nacimiento del niño Dios que, si hubiera sido de mazapán, hubiera captado, sin lugar a dudas, un poco más de atención entre mis consanguíneos. 
El primer pesebre que adornó mis navidades llego a casa gracias al producto de la casualidad y la fatalidad. Por esas cosas que tienen las leyes de la física que nos igualan a todos los seres que habitamos esta tierra, mi madre, mas curiosa que piadosa, en uno de sus viajes por el interior del país, quiso ver cual pueblo reunido el 25 de mayo de 1810 en la plaza, “de que se trataba”, y al tomar en sus manos a un asustado San José que formaba parte de la escena del nacimiento, ella, la joven manos de manteca, vio como el Santo Padre putativo de Dios era atraído hacia el centro del planeta debido a los desagradables descubrimientos de un tal Newton sin el cual, las cosas, definitivamente, no se caerían. La medicina prepaga, agradecida a este señor de Peluca, le debe parte de sus ganancias ya que, viejas muy religiosas, haciendo honores al padre de la mecánica, se desarman en el suelo, siempre por una piedra y nunca porque no ven una mierda, y, ambulancia y quirófano mediante, exhiben orgullosas entre sus amigas y conocidas, sus nuevas prótesis de cadera que han colaborado a llenar las arcas de las empresas de salud privada.  
Volviendo a San José, tal vez producto de la belleza de la santa madre de Dios, este piadoso judío del siglo I, perdió, literalmente, la cabeza por la Virgen  y así, hubo un pesebre menos a la venta y… un pesebre en casa. 
Por aquellos años “La Gotita ”, la que nada nada lo despega”, hacía furor y mi progenitora decidió ajustar la cabeza del santo decapitado. El producto de esto fue un san José con un rictus propio de aquellos que han sufrido un ACV. Y así, cabeceando eternamente como haciendo ademán para sacar a bailar a la madre de la divina Gracia,  se adorno mi casa con el nacimiento que se armaba, invariablemente, sobre una bandeja de acero inoxidable que ese año no le haría los honores a los tradicionales pionono de jamón y queso, invitados infaltables de la mesa navideña. 
Mas, no solo de pionono vive el hombre sino de todo alimento que sale del horno y la heladera: lechón, matambre, vitel tonné, Ensaladas Varias, abundantes frituras, exquisitas confituras, pollo relleno, carne rellena, huevos rellenos, gente re-llena, pan dulce, chocolate, pasas de uva, nueces y avellanas, arroz primavera, lasagna, canelones, y “otras” formaban y forman aún hoy la fauna culinaria de dichas fiestas. Y así, brindando con hepatalgina, nos sorprendía la llegada Papa Noel, en quién creen solo los viejos, porque arteriosclerosis mediante, se han olvidado que no existe. 
Papa Noel… ese gordo boludo que se la pasa diciendo “Jo jo jo  Feliz Navidad”. ¿Acaso sus padres eran primos hermanos? ¿Cuándo era chico lo violaron con un palo y el trauma le provocó esa irritante risa de pelotudo? A ver… pensemos un minuto: es un gordo con cara de bebedor compulsivo whisky, usa traje de invierno en pleno diciembre con 44º a la sombra, vuela como superman y baja por una chimenea. ¿Cómo es posible que los niños crean en la existencia de semejante deformación racional? Es evidente que semejante monstruo moriría deshidratado al atravesar la línea del ecuador o al quedar varado en un piquete en Puente de la Noria  tratando de agarrar para el lado de Bandfield. ¿Y lo de la chimenea? A mi no me joden: si alguien sabe de culos grandes soy yo. Mi familia se caracteriza por medir sus caderas no en centímetros, sino en “años luz”. Ese culo, de ese gordo desabrido, no pasa por una chimenea. De eso no cabe duda. Tal vez por mi falta de fe en ese monstruo de la Coca Cola  es que el viejo puto nunca me dejaba lo que yo quería… ¿o sería tal vez  porque mis padres que, siempre endeudados, optaban por “bienes perdurables” tales como ropa que aseguraran la vestimenta de los próximos 5 años?. Los chicos de ahora usan la ropa 3 meses y la tiran a la mierda. Nosotros usábamos la misma bermuda 15 navidades y después… pasaba a tu hermano y/o a tu primo para que… la siguieran usando. El cuerpo crecía y la ropa no, por lo que uno tomaba, a cierta edad, un aspecto amatambrado que generaba a la larga, problemas de crecimiento en los huesos; pero eso si: la ropa se seguía usando. ¿Y saben porque? ¡Porque la había traído el puto de “Papa Noel”!. 
Las navidades siempre eran una caja de sorpresas. Cuando el 1 a  1 se había puesto de moda y el rey del colágeno reinaba sobre la serenísima república Argentina, mi madre, otra vez mi madre, quiso copiar para su árbol de navidad un motivo que, seguramente, había visto en la afamada revista “Caras y Cajetas”. En aquel lejano 1991 decidió vestir el árbol con moños. La cosa empezó mal y por supuesto, terminó peor: el árbol navideño que ella había visto era blanco. Nosotros teníamos el monocromático verde. Ella había visto un árbol blanco con moños azules con filetes dorados. Nosotros pasamos a tener un árbol verde con moños rojos salpicados con brillantina. Ella, cual explotador coreano de un taller clandestino de costura  del barrio de Once, nos tuvo a mi hermano y a mi, cortando las putas cintas de tela (que había comprado al por mayor), y armando sus moños que, como no podía ser de otra manera, quedaron para el culo. 
Esos moños, cual tetas caídas, eran un nudo de mal gusto en el epicentro de la navidad familiar. Mal hechos, desagradables y poco elegantes estaban carentes de lo  fundamental para que sirvieran de adorno: algo para agarrarlos a las ramas pertrechas del arbol de la muerte. Ella, que no se rendía por nada y ante nadie, tiró sobre la mesa las opciones: recurrir nuevamente a “La gotita” y dejar pegados para siempre el deseo y la pretensión de ser New York o, utilizar la destreza. Ganó la destreza por que la moda dura lo que dura un pedo en un canasto de mimbre, y tal vez al año siguiente hubiera que colgar longanizas del árbol. Los moños debían ser desmontables. Con una pinza de putas (porque eso es lo que eché a los cuatro vientos) armé con alambre galvanizado de fardo las argollas para los moños que terminó por darle al arbol un innegable aire a cortina de baño. Mi madre quedó feliz con su árbol, lista para venderlo al tren fantasma del Italpark, y nosotros, resignados a tener que pasar la navidad con el Frankenstein luminoso. 
“Luminoso”… ahí residió otro de los nefastos episodios navideños de mi infancia. En casa nunca nos gustó tirar nada. Así fue que, año tras año, supimos guardar metros y metros de luces de arbolito que se acumularon como kilos de embarazada. La madre de Don Bosco decía: a problemas extraordinarios, soluciones extraordinarias. Mi mamá… si, otra vez mi mamá… solo una vez mas mi mamá… ese año llevó al extremo dicha sentencia. Cansada de juntar miles de juegos de luces que podían exhibir orgullosos, en el mejor de los casos, el funcionamiento de dos o tres bombillas por tendido eléctrico,  decidió cortar por lo sano y… los unió en un arrebato de pretender ser  como Mac Giver. El resultado fue una única luz de 32 km  que tenia en funcionamiento 20 bombitas fijas. Nadie contaba con el problema de la irradiación del calor que produjo, el 10 de diciembre, dos días después de haberse inaugurado la temporada Navideña, el chamuscado del árbol que empezó a oler, literalmente, a quemado. La persistencia de las 4 luces de mierda que funcionaban de todo ese juego kilométrico hizo que el árbol entrara en combustión. Después de apagar las ramas que ardían como bosque nativo en pleno verano, ella, la mujer de las ideas innovadoras, no se resigno a perder sus 32 km  de luces y, temiendo provocar un incendio voraz, optó por la “intermitencia” generada por mi hermano al que sentó al lado del toma corriente y obligó a enchufar y desenchufar las luces de a intervalos de 5 segundos, por horas y horas, entre los llantos de él y los gritos de ella, para que éste, el desafortunado infante, no abandonara la tarea de producir el efecto “prende y apaga la luz” de Sergio Lapegüe. 
Por supuesto que la Navidad  también tenía algo de épico y folklórico. A las doce en punto, momento en el que la familia se complotaba para hacer aparecer los regalos, mi abuelo o mi tío, de manera indistinta, me sacaban a buscar y/o cazar a Papá Noel. Los niños son, cuando quieren, MUY boludos y yo, año tras años, volvía a casa afirmando haber visto una sombra que era, como no podía ser de otra manera, Papá Noel que huía de los ojos atentos de los niños molestos. 
Todos los años se repetía la misma escena: entrábamos al departamento y mi abuelo, que siempre se sentaba de espaldas a la ventana, con alguna cosa en la boca, por lo general una piernecita de pollo o lechón, decía escupiendo la comida, que Santa Clauss había tirado los regalos por la ventana y estos le habían golpeado la cabeza. Mi abuela, un poco más sesuda y también tetuda, lo miraba con cara de “Cuando lleguemos a casa vamos a hablar” y yo, corría hacia el árbol que, misteriosamente, tenía todos los regalos perfectamente acomodados a sus pies, cosa curiosa para un cargamento que había sido arrojado por la ventana por un maleducado Papá Noél un par de minutos atrás. 
“Navidad, Navidad, dulce navidad… la alegría de este día hay que festejar” rezaba la canción. Ahora, todos más grandes y tal vez menos alegres, nos acordamos de tiempos pasados que olían a gloria, hacemos memoria de todos aquellos que ya no están y, cómplicemente y en silencio, le pedimos que nos traigan de regalo algunas de esas navidades del pasado. 
Deseamos que aquello pasara y ahora necesitamos que aquello vuelva. ¡Que vida de mierda!