domingo, 30 de junio de 2013

AMANECE QUE NO ES POCO

Sonó el teléfono. Lo primero que pensé, ante el primer estruendoso sonido irritante del infernal aparato, era que estaba teniendo un sueño en donde, justamente, sonaba el teléfono. Cerré los ojos y soñé: soñé que me llamaban del banco “Poronga” para ofrecerme la tarjeta de Crédito “Poronga” que era, curiosamente, más poronga que su nombre, y los mandaba a la reverenda mierda utilizando puteadas que, casualmente, no contenían el nombre de la tarjeta en sus enunciados. Mientras la satisfacción por la humillación al empleado bancario proferida se extendía por todo mi cuerpo, volvió a sonar el teléfono. Entreabrí un ojo y mirado el reloj me percaté que eran las 6.15 de la mañana del domingo. Miré al teléfono con desconfianza y… volvió a sonar.
¿Cuánto tiempo hay entre un “ring” y el otro? Evidentemente, infinitos segundos, ya que tuve tiempo de dormirme y soñar, mandarlo a la mierda al empleado del “International Poronga Bank”, darme cuenta que era un sueño, pensar que el teléfono no estaba sonando, rascarme las partes, ver la hora, y desearle, al que estuviera llamando, las peores desgracias como el destierro, la impotencia, la caída del cabello y que los Testigos de Jehová le tocaran el timbre.
¿Por qué mi teléfono sonaba a esa hora? ¿Por qué no lo había desconectado como lo hago todas las noches? ¿Por qué Dios no tiene compasión de la gente buena? ¿Por qué  SIBARITA es tan rica?
Mi propensión a pensar sobre todo en catástrofes, me llevó a sospechar que comería sándwiches en algún velorio. Sin embargo, reflexioné que, así como van las cosas, los sándwiches se han vuelto incomprables y ya no quedan muchos por morirse, por lo que, la noticia de un deceso y el encuentro seguro con familiares que uno no ve desde el ultimo casamiento familiar, era poco probable.
Con miedo y odio, esa mezcla perfecta que ha hecho del mundo ser la mierda que es, levanté el teléfono y dije con “voz de culo”: ¡¿Hola?!... Del otro lado, la voz de mi madre me saludaba afectuosamente sin antes olvidarse de anteponer un rosario de disculpas por la hora de la madrugada en la que estaba llamando.
Cuando uno tiene padres que están circunstancialmente de viaje por Europa, lo mejor que puede ocurrir es que estalle la tercera guerra mundial y asegurarse que allí se queden, y, sobre todo, incomunicados.
Pero no: en Europa no había estallado la tercera guerra y claramente, los teléfonos, seguían funcionando.
¿Qué pasó?, le pregunté sin siquiera pedirle informe sobre su estadía en el país de la zarzuela, el Rey Juan Carlos y las mujeres con bigotes.  “Bueno… es que… tenemos que hacer el check in para volver a Buenos Aires… y viste como son las aerolíneas… que por ahí te sobre venden el vuelo y… llegamos al aeropuerto y… no podemos volver”, fue la respuesta excusatoria y expiatoria de mi madre que, sabiendo que me había despertado un domingo a las 6 de la mañana, intentaba justificar su pecado mortal moviendo a la misericordia y despertando (si es que algo más podía ya despertarse) la culpa latente de su hijo católico apostólico y, en este caso, madrileño.
Le pregunté con voz seca (qué otra voz se puede tener a esa hora después de haber dormido 3 horas): ¿y que mierda querés que haga yo? ¿Me viste cara de aerolínea? Ella, con su voz serena que la caracteriza, me contestó, casi a los gritos, y seguramente agitando sus manos, cumpliendo así, inexorablemente, el cliché italiano, que estaba desesperada porque no tenía los números de asiento y a ver si todavía tenían que viajar parados como si fuera el 60. Evalué por un instante la posibilidad de que no pudieran volver y cuando estaba decidido a no prestarle ningún tipo de ayuda, casi en un susurro me dijo: “te paso el código de reserva y conseguime los asientos por Internet”.
La pregunta: ¿a ésta hora?, sobraba y dejaba en claro que yo soy un pelotudo. Claro está que, si me llamaba a “esa” hora, era porque quería que, sin lugar a dudas, lo hiciera “a esa hora” y no en otra. Le pregunté porqué no había llamado a mi hermano, claramente más versado que yo en estas cuestiones, intentando sugerir otro chivo expiatorio que llevara adelante dicha empresa. Claramente se necesitaba a alguien que no fuera yo, que se hiciera responsable del regreso de mis padres a la Argentina. Por un momento me sentí Cámpora planificando el regreso del General en el 73’.
Como era de suponer ya lo había llamado a mi hermano (nunca entiendo porqué no confían en mi cuando de cuestiones que impliquen el uso de las nuevas tecnologías se trata… ¿será porque sigo sin saber como se usa un microondas?) y él, mas inteligente que yo, no le había respondido.
Quedamos en que me iba a volver a llamar en 10’. Me levante de la cama, prendí la computadora y emprendí el largo viaje del “check in online”, que podría ser el título de una serie yanki pero que no era más que el triste epitafio de mi domingo patético.
¿Por qué será que los formularios nos preguntan cosas que desconocemos? ¿Por qué será que los formularios online siempre nos arrojan, hagamos lo que hagamos, la leyenda: “CAMPO NO VALIDO”? ¿QUÉ CARAJO ES UN CAMPO, sino más que un lugar en donde pastan las vacas, corren caballos, garchan los peones y está lleno de mosquitos?? ¿Es posible que nunca jamás salgan las cosas de una y haya que llamar a un ingeniero de la NASA para poner un apellido allí donde se indica dicha acción?
Por supuesto que aquello que debía tardar unos 4’ en hacerse, llevó un tiempo exponencial que, a juzgar por la cantidad de ceros, bien podría ser el numero de avogadro, o el  marco devaluado de la Alemania de los años 30’.
Cuando creí que estaba todo listo, me preguntó sobre las valijas.
Debo confesar que, tuve la tentación, de considerar a mi padre, una de ellas. Después, más sereno, me di cuenta que no daba con el “targuet” ya que el peso máximo de dicho elemento era 23 kilos, y, salvo que mi madre lo hubiese pasado por una maquina de cortar fiambre en un bar de tapas en la Plaza Mayor, a mi papá le estaban sobrando más de veinte piezas de jamón en ese cuerpito.  
Caí en la cuenta que  no era necesario precisar la cantidad de equipaje y, feliz por la tarea cumplida, puse “enviar” al formulario que me devolvió un gentil “gracias por viajar con nosotros” que auguraba el fin del trámite y la vuelta a la cama.
Tomé el teléfono para llamar a ambos progenitores y, quede como Susana Jiménez mirando el tubo mientras espera que “Marcelito” le alcance el número desde las ignotas y lejanas tierras en donde se encuentran los cupones de llamados de los boludos que llaman y llaman y vuelven a llamar con la esperanza de poder decir algún día “Hola Susana”, cuando me acordé que no tenía a donde carajo llamarlos. Rogué al cielo que nuevamente sonara el teléfono. Milagrosamente ocurrió. Gentilmente le expliqué que le había mandado el formulario con sus respectivas reservas a su mail y que no quedaba otra más que imprimirlos. Después del protocolar “gracias” proferido por mi progenitora y el gutural gruñido de mi parte, colgué el teléfono, apagué la computadora, me tapé con la colcha incluso hasta la cara y me dispuse a recuperar el tiempo perdido en mi cama aún caliente que había abandonado hacía más de media hora.
Sonó nuevamente el teléfono. Deseé ardientemente que fuera un promotor de productos de Telecom o simplemente una “pequeña encuesta televisiva”. No.. era nuevamente Ana María Campoy con acento sanisidrense que me informaba que no podía abrir su mail porque estaba “en el extranjero”. Mi cara de sorpresa era imperdible: lamentablemente no había nadie para vérmela. Es la crueldad del destino: nuestros momentos más creativos los tenemos en la soledad, lejos de los testigos ocasionales que hurgan en nuestra existencia.
Me informó que un simpático madrileño, dueño del locutorio en donde estaba, le había ofrecido imprimirle la reserva si yo tenía la deferencia de enviarle la misma a su mail.
¿Desde cuando mis padres se habían vuelto swingers? Mientras el gallego le imprimiera esas putas reservas si quería fabricarle un hijo a mi padre, poco me importaba.
Antes de despedirse nuevamente me dijo que me iba a llamar a los 10’ para confirmar que todo estaba en orden.
Hice lo que me había solicitado, miré por la ventana, agarré un mazo de cartas que estratégicamente tengo sobre el escritorio y, como si fuera mi propio abuelo, me jugué unos solitarios a la espera del llamado.
¡Nunca llamó! Después de un largo… larguísimo rato, observé el ingreso de un mail del amante ibérico de mis padres que me informaba que todo había sido recibido correctamente.
Apagué la computadora, y ya casi llorando, me acosté, deseándome la muerte. La claridad del día me sorprendió despierto.
Tres horas después, cuando todavía intentaba conciliar el sueño, llamó mi tía para preguntarme si sabía algo de mis viejos.
¡QUE VIDA DE MIERDA!


martes, 8 de enero de 2013

LAS OLAS Y EL VIENTO


Mire el control remoto. Yo se, que en secreto, el me miraba a mi. Desde hace años tenemos una relación amorosa que no ha sido eclipsada por nada ni nadie. Juntos hemos compartido los mejores momentos de nuestras vidas.
El botón del “power” marcaba un antes y un después. Nos miramos nuevamente. Yo quise resistirme, pero, la tentación fue más fuerte: yo, débil mortal, hombre que viene del polvo, y que de vez en cuando quisiera poder celebrar alguno, temblando, tomé el aparato en mis manos y, carcomido por el miedo y la culpa, presioné el botón rojo. Mis pesadillas auto profetizadas se hacían realidad: estaban transmitiendo desde la costa.
¿Qué puta fascinación lleva a los gerentes de programación argentinos a suspender por tres meses cualquier contenido televisivo cultural (o no tanto), y trasladarse o, en este caso mudarse, a la costa Atlántica para hacerle notas a los infaustos turistas que habitan el zoológico veraniego del Mar Argentino?
¿Qué necesidad hay de sacar por cadena nacional a una mujer, madre y argentina, que le grita cual orangután enfurecido a su hijo que está jugando con un pez muerto que ha hallado en la arena?
Allí los tenemos a los periodistas de los noticieros serios vestidos de traje, pero con arena hasta en el orto, preguntándole a un señor entrado en kilos y años, y con los huevos al plato, cuán lindo es pasar las vacaciones con la familia.
La sucesión de concursos nos apremia: todos los días tenemos la elección del mejor culo, la mejor teta siliconada, el bulto más marcado, el bañero más pajero, la rubia más hueca, la cheta más fashion y el sushi más caro.
La playa es la caja de Pandora: todo puede salir de allí. Si queremos una radiografía de lo que somos, nada mejor que trasladar a un antropólogo a la costa en el mes de enero. Es más efectivo  que un censo y más caro que la misión espacial Apolo 74.
Si sos una chica que está mas o menos garchable, no faltará algún pendejo pajero que te tire la pelota cerca con la que está jugando con sus más impresentables y pajertos amigos, para aunque mas no sea chamuyarte un rato. Si sos un tipo que, tuneado por 11 meses de extremo entrenamiento en gimnasio has logrado sacar mas tetas que la Sabrina Sabrok, todas las minitas, bagartos y no tantos, te rondaran como las moscas a la mierda, tratando de convencerte de los beneficios de cojerte a alguna de ellas. Si tenes familia tendrás que aguantarte a tu mujer, a tus hijos, a tu suegra, al hermano/a de tu esposa que te romperán los huevos sistemáticamente haciendo que tus vacaciones se transformen en un desmedido deseo por la vuelta al trabajo.
Los ricos gozan de aquello que su dinero y sus tarjetas “gold” pueden comprar. Pero los pobres también tienen derecho a su festín: heladeras llenas de hielo con tuppers con milanesas a la napolitana; pizza que sobró de la noche anterior; berenjenas al escabeche; pedazos de asado transformados, mayonesa mediante, en “salpicón de vaca”; gaseoas con marcas tales como “Party”,  “Cordoba”, “Winner’s” o “B.B Max”; morcilla vasca envuelta en finas rodajas de pan de fonda y el infaltable Vitel Tonné lleno de arena. Algunos, pertenecientes a esta clase, pero más afortunados que los antes mencionados, acceden a ciertos lujos como comer en la “Trattoria Spacavento”, atendida por sus propios dueños que, casualmente, son Bolivianos.
Los sicarios de las noticias no pierden la ocasión de mostrarnos, impúdicamente, a  aquellos que ganaran algunos pesos haciendo pelotudeces en la playa: tenemos la nota al que vende el choclo caliente hervido en la misma agua desde que Perón asumió su primera presidencia; el que te pinta los skate haciendo “arte decorativo”; el que te vende el helado de palito sobrevaluado un 400%; la boluda del “arte sustentable” que hace collares con lentejuelas, fideos de sopa y caracoles que promete transformarse, rápidamente, en imán para las gabiotas y alimento para el tacho de basura; el bañero que se rasca los huevos y odia que le digan “Bañero” porque el es “Guardavida”… guarda su vida todo el verano porque no hace una chota; el surfista/la surfista profesional que “trabaja en el mar” y está estresado/a porque es un trabajo muy demandante y desgastante; el tipo que hace trencitas a viejas chotas que dejaron de ser jóvenes hace 58 veranos atrás.
Nunca falta una notita al “raro” que, sentado bajo la sombrilla, con buzo y zapatillas puestas, se lee algún librito que puede ir desde “La consolación de la Filosofía” de Boecio hasta “Horangel 2013-2014”. 
Al caer el sol, nuestros cronistas locales, nos informan sobre las clases de gimnasia a orillas del mal: miles de boludos al ritmo del Baile del Caballo mueven sus nalgas a los cuatro vientos tratando de coordinar sus movimientos con los del mulato de turno que hace las veces de maestro de ceremonia que incita a la masa a quemar calorías.
La noche sorprende a los reporteros, con su traje azul (como el mar azul) en la puerta de los boliches en donde miles de inmundos pendejos que usan granos y huelen a chivo intentan copar el local de baile nocturno, llenos de alcohol y preservativos, que, todos sabemos, es probable que no usen.
Y así, mirando por la televisión el pavimento de sombrillas que se ha formado allí, donde una vez hubo playa, extrañando los veranos menemistas en los cuales Mateyco era el Rey de la Noche con ese saco blanco arremangado que le quedaba para el orto, nos sentimos satisfechos de haber hecho la opción (por jodidos y miserables) de quedarnos en Buenos Aires disfrutando del verano porteño y viendo, con gusto, cuan mal la pasan aquellos que han ido a “desenchufarse” de la rutina.
Como diría Mario Sapag en la mítica publicidad de Quilmes: “Ir y venir; descanso y agite; fin y principio. Con ustedes: ¡El verano!” ¡QUE VIDA DE MIERDA!.  


lunes, 24 de diciembre de 2012

WHITE CHRISTMAS

Mientras escucho, cual cortina musical de una novela berreta de las tres de la tarde, a Michel Buble cantando canciones navideñas, me pregunto: ¿Por qué mierda Dios permitió que la navidad existiera? ¿Había necesidad alguna de someter a los seres humanos a semejante tortura psicológica, comercial y capitalistica pseudo-religiosa?
Mis navidades nada tuvieron de “blancas” aunque si mucho de turbias.
La “temporada” de celebración del binomio navidad-año nuevo empezaban en mi casa allá por el 13 de octubre, cumpleaños de mi tía, en donde armábamos el “mapa” comestible-geográfico de las fiestas. Ese día se decidía que se iba a comer en cada una de las cuatro fechas que conformaban las celebraciones y en dónde se iban a dar los selectos encuentros que concentrarían a lo mejor de la parentela que coincide, misteriosamente, con lo peor de la tanada.  
Dos meses… dos meses y medio para cocinar, preparar y adobar las carnes, verduras e hidratos de carbono que conformarían la mesa del amor, la paz y el colesterol.  
Mi familia no gozó nunca de los encantos de la piedad cristiana. En casa, todo era importante, menos el nacimiento del niño Dios que, si hubiera sido de mazapán, hubiera captado, sin lugar a dudas, un poco más de atención entre mis consanguíneos.
El primer pesebre que adornó mis navidades llego a casa gracias al producto de la casualidad y la fatalidad. Por esas cosas que tienen las leyes de la física que nos igualan a todos los seres que habitamos esta tierra, mi madre, mas curiosa que piadosa, en uno de sus viajes por el interior del país, quiso ver cual pueblo reunido el 25 de mayo de 1810 en la plaza, “de que se trataba”, y al tomar en sus manos a un asustado San José que formaba parte de la escena del nacimiento, ella, la joven manos de manteca, vio como el Santo Padre putativo de Dios era atraído hacia el centro del planeta debido a los desagradables descubrimientos de un tal Newton sin el cual, las cosas, definitivamente, no se caerían. La medicina prepaga, agradecida a este señor de Peluca, le debe parte de sus ganancias ya que, viejas muy religiosas, haciendo honores al padre de la mecánica, se desarman en el suelo, siempre por una piedra y nunca porque no ven una mierda, y, ambulancia y quirófano mediante, exhiben orgullosas entre sus amigas y conocidas, sus nuevas prótesis de cadera que han colaborado a llenar las arcas de las empresas de salud privada.  
Volviendo a San José, tal vez producto de la belleza de la santa madre de Dios, este piadoso judío del siglo I, perdió, literalmente, la cabeza por la Virgen y así, hubo un pesebre menos a la venta y… un pesebre en casa.
Por aquellos años “La Gotita”, la que nada nada lo despega”, hacía furor y mi progenitora decidió ajustar la cabeza del santo decapitado. El producto de esto fue un san José con un rictus propio de aquellos que han sufrido un ACV. Y así, cabeceando eternamente como haciendo ademán para sacar a bailar a la madre de la divina Gracia,  se adorno mi casa con el nacimiento que se armaba, invariablemente, sobre una bandeja de acero inoxidable que ese año no le haría los honores a los tradicionales pionono de jamón y queso, invitados infaltables de la mesa navideña.
Mas, no solo de pionono vive el hombre sino de todo alimento que sale del horno y la heladera: lechón, matambre, vitel tonné, Ensaladas Varias, abundantes frituras, exquisitas confituras, pollo relleno, carne rellena, huevos rellenos, gente re-llena, pan dulce, chocolate, pasas de uva, nueces y avellanas, arroz primavera, lasagna, canelones, y “otras” formaban y forman aún hoy la fauna culinaria de dichas fiestas. Y así, brindando con hepatalgina, nos sorprendía la llegada Papa Noel, en quién creen solo los viejos, porque arteriosclerosis mediante, se han olvidado que no existe.
Papa Noel… ese gordo boludo que se la pasa diciendo “Jo jo jo  Feliz Navidad”. ¿Acaso sus padres eran primos hermanos? ¿Cuándo era chico lo violaron con un palo y el trauma le provocó esa irritante risa de pelotudo? A ver… pensemos un minuto: es un gordo con cara de bebedor compulsivo whisky, usa traje de invierno en pleno diciembre con 44º a la sombra, vuela como superman y baja por una chimenea. ¿Cómo es posible que los niños crean en la existencia de semejante deformación racional? Es evidente que semejante monstruo moriría deshidratado al atravesar la línea del ecuador o al quedar varado en un piquete en Puente de la Noria tratando de agarrar para el lado de Bandfield. ¿Y lo de la chimenea? A mi no me joden: si alguien sabe de culos grandes soy yo. Mi familia se caracteriza por medir sus caderas no en centímetros, sino en “años luz”. Ese culo, de ese gordo desabrido, no pasa por una chimenea. De eso no cabe duda. Tal vez por mi falta de fe en ese monstruo de la Coca Cola es que el viejo puto nunca me dejaba lo que yo quería… ¿o sería tal vez  porque mis padres que, siempre endeudados, optaban por “bienes perdurables” tales como ropa que aseguraran la vestimenta de los próximos 5 años?. Los chicos de ahora usan la ropa 3 meses y la tiran a la mierda. Nosotros usábamos la misma bermuda 15 navidades y después… pasaba a tu hermano y/o a tu primo para que… la siguieran usando. El cuerpo crecía y la ropa no, por lo que uno tomaba, a cierta edad, un aspecto amatambrado que generaba a la larga, problemas de crecimiento en los huesos; pero eso si: la ropa se seguía usando. ¿Y saben porque? ¡Porque la había traído el puto de “Papa Noel”!.
Las navidades siempre eran una caja de sorpresas. Cuando el 1 a 1 se había puesto de moda y el rey del colágeno reinaba sobre la serenísima república Argentina, mi madre, otra vez mi madre, quiso copiar para su árbol de navidad un motivo que, seguramente, había visto en la afamada revista “Caras y Cajetas”. En aquel lejano 1991 decidió vestir el árbol con moños. La cosa empezó mal y por supuesto, terminó peor: el árbol navideño que ella había visto era blanco. Nosotros teníamos el monocromático verde. Ella había visto un árbol blanco con moños azules con filetes dorados. Nosotros pasamos a tener un árbol verde con moños rojos salpicados con brillantina. Ella, cual explotador coreano de un taller clandestino de costura  del barrio de Once, nos tuvo a mi hermano y a mi, cortando las putas cintas de tela (que había comprado al por mayor), y armando sus moños que, como no podía ser de otra manera, quedaron para el culo.
Esos moños, cual tetas caídas, eran un nudo de mal gusto en el epicentro de la navidad familiar. Mal hechos, desagradables y poco elegantes estaban carentes de lo  fundamental para que sirvieran de adorno: algo para agarrarlos a las ramas pertrechas del arbol de la muerte. Ella, que no se rendía por nada y ante nadie, tiró sobre la mesa las opciones: recurrir nuevamente a “La gotita” y dejar pegados para siempre el deseo y la pretensión de ser New York o, utilizar la destreza. Ganó la destreza por que la moda dura lo que dura un pedo en un canasto de mimbre, y tal vez al año siguiente hubiera que colgar longanizas del árbol. Los moños debían ser desmontables. Con una pinza de putas (porque eso es lo que eché a los cuatro vientos) armé con alambre galvanizado de fardo las argollas para los moños que terminó por darle al arbol un innegable aire a cortina de baño. Mi madre quedó feliz con su árbol, lista para venderlo al tren fantasma del Italpark, y nosotros, resignados a tener que pasar la navidad con el Frankenstein luminoso.
“Luminoso”… ahí residió otro de los nefastos episodios navideños de mi infancia. En casa nunca nos gustó tirar nada. Así fue que, año tras año, supimos guardar metros y metros de luces de arbolito que se acumularon como kilos de embarazada. La madre de Don Bosco decía: a problemas extraordinarios, soluciones extraordinarias. Mi mamá… si, otra vez mi mamá… solo una vez mas mi mamá… ese año llevó al extremo dicha sentencia. Cansada de juntar miles de juegos de luces que podían exhibir orgullosos, en el mejor de los casos, el funcionamiento de dos o tres bombillas por tendido eléctrico,  decidió cortar por lo sano y… los unió en un arrebato de pretender ser  como Mac Giver. El resultado fue una única luz de 32 km que tenia en funcionamiento 20 bombitas fijas. Nadie contaba con el problema de la irradiación del calor que produjo, el 10 de diciembre, dos días después de haberse inaugurado la temporada Navideña, el chamuscado del árbol que empezó a oler, literalmente, a quemado. La persistencia de las 4 luces de mierda que funcionaban de todo ese juego kilométrico hizo que el árbol entrara en combustión. Después de apagar las ramas que ardían como bosque nativo en pleno verano, ella, la mujer de las ideas innovadoras, no se resigno a perder sus 32 km de luces y, temiendo provocar un incendio voraz, optó por la “intermitencia” generada por mi hermano al que sentó al lado del toma corriente y obligó a enchufar y desenchufar las luces de a intervalos de 5 segundos, por horas y horas, entre los llantos de él y los gritos de ella, para que éste, el desafortunado infante, no abandonara la tarea de producir el efecto “prende y apaga la luz” de Sergio Lapegüe.
Por supuesto que la Navidad también tenía algo de épico y folklórico. A las doce en punto, momento en el que la familia se complotaba para hacer aparecer los regalos, mi abuelo o mi tío, de manera indistinta, me sacaban a buscar y/o cazar a Papá Noel. Los niños son, cuando quieren, MUY boludos y yo, año tras años, volvía a casa afirmando haber visto una sombra que era, como no podía ser de otra manera, Papá Noel que huía de los ojos atentos de los niños molestos.
Todos los años se repetía la misma escena: entrábamos al departamento y mi abuelo, que siempre se sentaba de espaldas a la ventana, con alguna cosa en la boca, por lo general una piernecita de pollo o lechón, decía escupiendo la comida, que Santa Clauss había tirado los regalos por la ventana y estos le habían golpeado la cabeza. Mi abuela, un poco más sesuda y también tetuda, lo miraba con cara de “Cuando lleguemos a casa vamos a hablar” y yo, corría hacia el árbol que, misteriosamente, tenía todos los regalos perfectamente acomodados a sus pies, cosa curiosa para un cargamento que había sido arrojado por la ventana por un maleducado Papá Noél un par de minutos atrás.
“Navidad, Navidad, dulce navidad… la alegría de este día hay que festejar” rezaba la canción. Ahora, todos más grandes y tal vez menos alegres, nos acordamos de tiempos pasados que olían a gloria, hacemos memoria de todos aquellos que ya no están y, cómplicemente y en silencio, le pedimos que nos traigan de regalo algunas de esas navidades del pasado.
Deseamos que aquello pasara y ahora necesitamos que aquello vuelva. ¡Que vida de mierda!


viernes, 21 de diciembre de 2012

¿VIDA?... ¡VIDA ES OTRA COSA! – SEGUNDA PARTE

Cuando hace media hora salí del colegio, eso a lo que yo y algunos otros llamamos trabajo, después de haberme clavado 2 copas de champagne, 25 empanadas y 118 sándwiches de miga, me di cuenta que estaba dejando de lado “la vida” para entrar, solo por un mes y medio, a “LA VIDA”. Para mí, y para 500000 docentes más de este país, todo había terminado… todo menos el mundo. Gracias a Dios, desde Australia, nos anoticiaban que por allá las cosas seguían bien y del fin del mundo anunciado por los Mayas ni noticias.
Aquí en el sur que, según Benedetti, “también existe”, siempre mas modesto y discreto que en otras latitudes, la gente piensa menos en los mayas y más en tratar de entrar en la maya que lucirán, calzador mediante, durante los meses estivos en alguna playa de mala muerte y de mala suerte (que mala suerte es la condena de veranear en la costa bonaerense) mientras gente mas afortunada, no docente, pasará el verano en Brasil, en Punta Del Este o en EEUU mientras cantan “Blanca Navidad” abrazados a un papá Noel de papel mallé que repite como un disco rallado “ho ho ho.. Feliz Navidad”.
El mundo no se terminó, pero lo que si se terminó, fue el infierno de aguantar pendejos. Los padres, astutos seres inmisericordes que intentan tener una vida, depositan a esos seres putrefactos llenos de gases y granos, en los colegios, para que nosotros, abnegados trabajadores de la educación argentina, por un sueldo irrisorio, transformemos a esas larvas malolientes, parásitos sociales, en ciudadanos comprometidos con la realidad social, seres pensantes y sobre todo, personas que no rompan los huevos de marzo a diciembre.
Susana ya lo decía  tras su separación de Humberto Roviralta: “Basta, esto se terminó! Ya no importa, como fue que ocurrió!”. Basta, esa es la palabra que resuena en mi mente. Basta de aguantar pendejos; basta de corregir mierdas que tienen la pretensión de ser pruebas o carpetas; basta de aguantar directivos; basta de campamentos, convivencias y retiros; basta de proyectos de aprendizaje-servicio; basta de planificaciones y objetivos; basta de compañeros de trabajo que se rascan el higo; basta de escuchar el nombre de uno ser pronunciado una y mil veces por  los niños; basta de dormir como el pepino; basta de ganar como un mendigo, basta de reuniones y conflictos con padres y con chicos; basta de ver granos y barritos.
¡Basta!  Ahora LA VIDA comienza. Ahora la vida tiene sentido; ahora es le momento de mirar atrás, de ver la senda que nunca se ha de volver a pisar y gritar a los cuatro vientos: “¿Y AHORA QUE PORONGA HAGO TODO EL VERANO?!?”
¿Qué voy a hacer un mes siendo que no tengo cable? ¿Qué voy a hacer sin tener las 245 repeticiones del “Soñando por Cagar” o “El bailando por garchar” o como mierda se llame? ¿Qué voy a hacer durante el eterno mes de enero en Buenos Aires viendo como todos se divierten menos yo? ¿Qué voy a hacer en las vacaciones sin Mateyco transmitiendo desde Mar del Plata? ¿Qué voy a hacer sin aire acondicionado mientras el mundo se derrite a mí alrededor? ¿Qué voy a hacer sin mi trabajo que, sin dejar de ser una mierda, es en donde más me divierto? ¿Qué voy a hacer sin mis alumnos que son básicamente excremento humano pero de vez en cuando me revuelven algún gesto de cariño y hacen que uno sospeche que la vida tiene algún tipo de sentido?
Docente Argentino: si te has dado cuenta que empezadas las vacaciones ha comenzado para ti ese período de tiempo en donde lo único que hay que hacer es sobrevivir para recuperar eso que es “la vida” pero que es la única “VIDA” que conoces, entonces te has dado cuenta, cabalmente, que antes que nada y después de todo, que la vida… LA VIDA ES UNA MIERDA.

viernes, 14 de diciembre de 2012

EL VIAJAR ES UN PLACER


El viernes santo del año 1300, el gran poeta florentino, Dante Alighieri, a la edad de 35 años, emprendía el mítico y sorprendente viaje por el reino de ultratumba.
Él, el divino Dante, padre del “Dolce Stil Novo”, víctima del exilio y el desprecio de sus conciudadanos, se aventuraba en ese otro viaje que, en un  movimiento de descenso y ascenso, lo llevaría de la oscuridad del dolor a la luz de la redención.
Años más tarde, otro poeta no menos importante que Dante, padre de los infames programas televisivos para niños, que no gozó nunca ni de los exuberantes senos de Panam ni de las prodigiosas asentaderas de Flavia, nos iluminaría con su pluma y su voz enseñándonos, en un rapto de optimismo pelotudo, que “El viajar es un placer que nos suele suceder”
Dante murió en Ravenna lejos de su casa y su tierra, cumpliendo así los misteriosos designios de la providencia. A Pipo Pescador habría que haberlo matado para cumplir, en un acto de piedad, con la justicia, mitad humana, mitad divina, que nos invita y obliga a sacarnos de encima a aquellos boludos que, en pleno verano, andan con boina  tocando el acordeón y haciendo papelones en Carlos Paz.
Todos los viajes, de alguna u otra manera, nos cambian la vida. Algunos parten en busca de alguna epifanía reveladora del sentido último de sus existencias o tal vez, simplemente, del porqué del universo. Otros, menos altruistas y más pobres, viajamos en búsqueda de alguna miserable, triste, pobre y patética recompensa económica y en cumplimiento de nuestro santo deber, teniendo siempre presente en nuestro horizonte de vida, aquella máxima que reza: “Educar es servir a Dios y a la patria”.
¿Que lleva a que un grupo de adolescentes cool de San Isidro a elegir, en cambio de a un profesor canchero, buena onda, joven, rubio, rico y sexy, a este pelotudo (que por cierto, si es que era necesaria la aclaración, no solo no es canchero, sino que tampoco es buena onda, ni rubio, ni rico, ni sexy y además está pelado) para que los acompañe a su viaje de egresados a la ciudad de los estudiantes, el sexo, el alcohol, el descontrol y el Nahuelito?
¿Qué hace que un colegio prestigioso de zona norte en cambio de llevar a una persona capacitada para lidiar, amedrentar y reprimir a “los Indios Tacunaru”, jóvenes efervescentes en uso plenipotenciario de sus ganas de descontrolarse y de ponerla en cuanto agujero encuentran, lo lleven a este pobre, indefenso e inútil trabajador de la educación argentina que es incapaz de controlar sus gases cuando se encuentra en público y tiene el sí mas fácil que una puta con hambre?
¿Por qué desgraciada, inconsistente, ilógica e insípida razón dejé que me vendieran “EL PAQUETE” de Bariloche, paquete que, como en el juego del huevo podrido, se lo tiran al distraído y este, una vez que lo ve, huevo podrido es?
¿Por qué escuche “Viaje de Placer” allí en donde debería haber escuchado “Viaje para padecer”?
Si los viajes de placer  son aquellos que implican sexo, playa, contingente de jubilados y rock and roll, ¿por qué me subí a ese micro “llamado deseo” para ir a una ciudad en donde el rock and roll está en los boliches (locales nocturnos que por cierto no frecuento), los jubilados no van porque el frío les genera sabañones, la playa es solo para mirarla y el sexo lo tienen todos menos uno?
Sin haberme cuestionado nada de todo esto, salvo quién iba cuidar de mi heladera mientras no estuviera en Buenos Aires, me subí al micro y me sumé al la masa crítica que arengaba la marcha del transporte al canto de “Bariló Bariló, nos vamo’ a Bariló”. Así pude constatar que no estaba lo suficientemente viejo como para no poder mimetizarme entre la juventud enardecida pero si estaba lo suficientemente loco como para haberme sumado a semejante irresponsabilidad.
Por supuesto, todo empezó como debía ser: para el culo. Cuando a uno le dicen que va a pasarse un día arriba del micro lo primero que piensa es: pierdo tanto tiempo haciendo boludeces que, un día más, un día menos, no hace la diferencia. Amigos míos, un día ahí arriba ¡sí hace la diferencia! Cuando nos disponemos a abordar un micro de larga distancia le deberían pegar a uno un tiro en la frente para evitar el sufrimiento que está por llegar. Viajar 23 hs en esa mierda en movimiento en donde la única distracción posible es ver cuan lejos del inodoro llega el chorro de meo cuando la ruta hace una curva, causa el mismo dolor y la misma esterilidad que agarrarse los huevos con una morsa o imaginarse a Zulma Lobato cantándonos al oído “Extraños en la noche” mientras se encuentra enfundada en una sunga de leopardo.
Por suerte el lugar a donde uno va es un paraíso… un paraíso lleno de mosquitos, tábanos, compañeros de trabajo y PENDEJOS, MUCHOS PENDEJOS, rompiendo las pelotas a diestra y siniestra por el simple hecho de querer cagarle a uno la vida que el único mal que ha hecho ha sido comerse la crema de manos de la madre como si fuera dulce de frambuesa.
“La tierra sin mal”, según la mitología guaraní o, “La tierra prometida” según el imaginario semita, siempre puede estar un poquito mas lejos, y, para llegar, hay que cambiar 3 veces de micro teniendo en cuenta que, en cada cambio, esta incluído el equipaje de los 58 hijos de puta que estamos subidos al viaje de la muerte.
El sitio era… ¿rustico? ¿insano? Un hermoso camping a orillas del lago con mucha tierra y mucha naturaleza viva, 53 pendejos de entre 17 y 19 años que solo querían divertirse mientras uno solo deseaba matarse ; un baño comunitario que transformaba el acto de cagar en una experiencia mas socializadora y más concurrida que la cancha de Boca en pleno super clásico; solo un par de horas de electricidad para poder olvidarse de la civilización de la que uno, claramente, NO quería olvidar; celular muerto por falta de señal que transformaba cualquier urgencia en una muerte segura; comida profusa en hidratos de carbono que nos llenó de energía pero también de pedos; cama en  “las cabañas del horror” traídas de la Alemania nazi; adultos acompañantes hipocondríacos que jugaban a descubrir enfermedades en personas que, hasta ese momento, gozaban de buena salud y frío, el infaltable frío que, por las noches, hacía germinar en los huevos estalactitas y estalagmitas.    
El viaje hubiera sido casi perfecto si solo hubieran estado presentes esas “pequeñas imperfecciones”… pequeñas desgracias con suerte que,  lamentablemente, no terminaron por quitarnos la vida. Pero siempre, absolutamente siempre, se puede caer mas bajo y perder ese resto, esta traza, esa huella, ese vestigio de dignidad que nos queda y estar un poco peor, sobre todo cuando uno tiene por delante 10 putos, eternos, insoportables e invivibles días a puro turismo aventura.
A ver si nos ponemos de acuerdo: yo, la única aventura que conozco es la del Poseidón y, como el barco se da vuelta apenas empieza la película e intuyo que van a terminar todos muertos, cambio de canal y me pongo a ver el Chavo.
¿Que malsana perversión mueve a un ser humano a disfrutar de una caminata al aire libre, o de una cabalgata por del lecho de un río sobre un caballo (¡un caballo!! Una bestia que no habla, no canta, no hace zapateo americano, no sabe resolver el teorema de Pitágoras y que le da lo mismo comer alfalfa que lasagna!!) , o del rafting, sintiéndose uno una cubetera que surfea por las aguas profundas del freezer de la naturaleza, o, lo que es peor, del ascenso a un cerro resbaladizo y superhabitado por insectos ponzoñosos, en una lucha por ganarle a la naturaleza que da, a cada instante, pruebas acabadas y suficientes de que nos ha vencido haciéndonos así de deformes e incapaces de adaptarnos a una región y un clima determinado y no solo echando por tierra la teoría de Darwin sino que también comprobando cruelmente la no existencia de un Dios misericordioso con esos empinados senderos que nos sacan el aire y nos quitan las ganas de seguir viviendo.  
Cansado, destartalado, pidiendo un ingeniero a gritos para que reconstruya lo que quedó del cuerpo que alguna vez sirvió para comunicarse, cargando el tubo de oxigeno para seguir subiendo a la nada, como se puede, se empuja el tujes del de adelante, no para hacerle un favor o tener un gesto solidario, sino para que no se muera en el camino y haya que bajar por esa argolluda montaña cargando el cuerpo de otro además del de uno.  
La montaña es traicionera, el rafting es traicionero, el caballo es traicionero, el cóndor es traicionero, pero más traicioneras es el culo que, durante diez días, no hizo un sorete y decidió hacer paro acusando en mi abdomen una marcada hinchazón producto del piquete anal que amenazaba con no levantarse hasta que no interviniera la gendarmería para “desalojar” a los manifestantes que cerraban la salida del puerto de la ciudad de las tripas.
Y así, hecho concha, mal comido, con una cantidad de caca adentro del cuerpo equivalente a la cantidad de desperdicios del Ceamse, muerto de sueño, pasado de cansancio, y con inflamación de huevos, nos volvemos a subir al micro para afrontar nuevamente, 23 hs de viaje, sobreviviendo alentados por la feliz esperanza de, al llegar a casa, podernos bañar en algo que se parezca a una ducha. 
Al bajar del micro nunca falta el pelotudito que dice: ¡Que bien que la pasamos!
¡QUE VIDA DE MIERDA!




miércoles, 19 de septiembre de 2012

En una playa junto al mar

Así fue conocida la famosa canción del otrora popular cantante de la década del 60’ Donald, que no resultó ser, a expensas de un ADN practicado sobre él, ningún personaje de Disney ni mucho menos, aunque fue uno de los tantos animales que poblaron la farándula de medio pelo argentino, aquella que comía pollo y erutaba caviar, no como la de ahora, que come caviar y eruta brócoli. Sin embargo, el cantautor indagado sobre la creación de dicho hit, confesó, no sin un dejo de vergüenza, que el título original del popular tema era “En Mar del Plata junto al mar”, pero siendo que era un título pianta votos, mitad por un problema de celos de otros balnearios de la costa atlántica, mitad por lo horrenda de dicha ciudad, no solo por su geografía, sino por sus habitantes estacionales que como las golondrinas, vuelan hacia el sur, se instalan, se reproducen, cagan y vuelan, el afamado artista de la generación beat decidió hacer “la porquería” en una playa junto al mar sin tener que informarnos de la región a la que se refería. Lo bueno de este país es que lo bizarro, lo kitsch, lo vulgar, no solo se da en la música, sino que como un eco en el medio de la montaña, se extiende como una mortal mancha de petróleo sobre el mar que va matando todo a su paso. Así fue como en el año 1971, Enrique Cahen Salaberry, director de cine que cuenta entre sus obras más memorables y de un inestimable contenido cultural y social, con trabajos tales como “Don Fulgencio”, “Mi novia él”, “Las Turistas quieren guerra”, “Mingo y Anibal, dos pelotazos en contra”, entre otras, supo realizar, tal vez hechizado por la embriagadora música de Donald, “En una playa junto al mar”, película que lleva 40 años tratando de ganar aunque más no sea un pasaje gratis a Liniers en el 21.
Desde aquel entonces y hasta hoy, Mar del Plata ha sido el destino casi obligado de turistas con “unas semanas de vacaciones” que a veces no son mas que un par de días, congresos de política y ecología, Festivales de Cine con momias internacionales que hacen las veces de artistas invitados, estrellas decadentes y jurados ilustres, centro de confluencia de parejas que “andan de trampa” y punto de llegada de viajes estudiantiles.
Las callecitas de la “Feliz” como las de Buenos Aires, “tienen ese no se qué” que hace que se transforme en el destino elegido por miles de colegios que realizan supuestos viajes de estudios a dicha metrópolis marítima.
Por tal motivo, una vez más, y solo una vez más, como todos los años, me hice cargo de mi trágico destino y subí al micro cargado de niños que prometían hacerme pasar los 3 peores días de mi año y, ellos y yo, yo y ellos, nos dirigimos al encuentro de un futuro para nada alentador que prometía solo tristezas y ninguna alegría.
Lo bueno de ser profeta de calamidades es que la realidad nunca te agarra desprevenido. Uno sabe que las cosas van a salir mal, y si bien la clarividencia del trágico futuro no nos ahorra dolor alguno, por lo menos, la concreción histórica de la oscura profecía, no nos sorprende.
¿Existe algo peor que viajar tres días a la costa con 70 niños de 10 años? El micro en nada se parecía a aquel de la película “El profesor Punk”... ¿En qué lugar de ese autobús en el cual yo me encontraba estaba el simpático Jorge Porcel haciendo chistes y disfrutando de la compañía de sus alumnos que, por cierto, nada tenían de adolescentes? ¿Por qué los adolescentes de las películas estudiantiles argentinas tales como “Los fierecillos indomables” o su más paupérrima copia “Los fierecillos se divierten” habían abandonado la adolescencia hacía ya mas de 20 años y peinaban canas si es que tenían pelo en donde esta echar raíces cuando hicieron dichos films? ¿Por qué a veces el cine argentino es TAN pedorro y en cambio de contratar a jóvenes de 20 contratan a viejos de 50 para hacer de púberes sin tener ni siquiera el decoro de pasarles una capa de esmalte sintético por la cara para disimular el estrago provocado por los años, la droga y el hacer temporada con Moria?
Viajar con niños es recibirse de Mac Giver: uno, en pocos minutos, está curando una fractura con una percha, lavando una herida con escupida y armando una bomba con un frasco de dulce de pera para matarlos. Por supuesto, tarde, siempre tarde, se descubre que Mac Giver era un actor (malo por cierto) y la serie estaba fatalmente guionada. Las fracturas no se curan con perchas, las heridas se infectan con escupida, las bombas  no se hacen con frascos con dulce de peras y, los niños, por algo que debe tener que ver con su ADN o su HDP, no se mueren, solo se enferman para joderte la vida.
Aproximadamente 9 horas para hacer 415 km, 7 bolsas de consorcio de basura sacada de uno de los micros, 5 pibes con mareos, 15 con fiebre, 18 con tuberculosis, 50 llorando porque extrañan a la madre, padre o tutor, una denuncia por ruidos molestos a cargo de los otros residentes circunstanciales del hotel, 2 guerras de comida, una camarera hospitalizada por recibir un milanesazo en la frente y causarle dicha colisión un politraumatismo de cráneo, 4 patinadas por la escalera, un ascensor inutilizado, 2 delfines muertos, 4 docentes con pulmotor perpetuo por hacer trekking en un cerro de 25 metros de altura, un chofer de micro que pidió cambio a tareas pasivas, 1 profesor de educación física golpeado por sus compañeros entre los que me encontraba, 5 horas de sueño en 3 días, 7 películas vistas en el viaje de las cuales 3 eran con ninjas karatekas, 6 baldes de vómito, 1 caso de apendicitis, 1 niño perdido, 3 toneladas de recuerdos de la costa hechos de cerámica y caracoles, 2 fotos en la rambla junto a los lobos marinos, dos cajas de mariscos en descomposición que hubo que tirar en Lezama, 4797 pronunciaciones de mi nombre, 10 cajas de alfajores Habana para los afortunados docentes que NO tuvieron que ir al puto viaje y un par de huevos que me colgaban de la entrepierna grandes como dos garrafas. Ese fue el saldo final y fatal del viaje del horror.
El genial Alejandro Dolina dice en su libro “Crónicas del Ángel Gris” que todos los viajes, de alguna u otra forma, siempre nos cambian la vida. Después del inventario antes expuesto, ¿cabe duda alguna que los viajes nos modifican inexorablemente la vida?
Me olvidaba decirles que toda esta humillación sufrida fue resarcida con 720 suculentos, apetitosos, deseados, esperados, inútiles, escasos y pobres pesos. Tanto sufrimiento por ese vuelto, esa nada, ese chiste económico.
“El viajar es un placer que nos puede suceder” dijo Pipo Pescador. ¿Por qué a mi nunca me pasa? Pipo… ¡PORQUÉ NO TE VAS A CAGAR!?
Niños, los únicos privilegiados según El General. Niños…Esos instrumentos del mal, esos monstruos, esos portadores de pestes como las palomas, esas sanguijuelas carroñeras, esas inmundas creaciones de la evolución del reino animal. Niños… están en el mundo con el único fin de recordarnos que LA VIDA ES UNA MIERDA.



martes, 11 de septiembre de 2012

Fue la lucha, tu vida y tu elemento

Mientras se apagaba de fondo la melodía del himno a Sarmiento, corrí desesperadamente por el pasillo de la escuela en busca de mi merecidísimo como justificado regalo del día del maestro. No es que uno trabaje para recibir algún tipo de recompensa, pero, si la tarea que se desempeña dentro del aula que no es otra que arrancar “de la noche de ignorancia” a los educandos, viene acompañada de cierto reconocimiento simbolizado por un bien de consumo, la tarea se hace mas llevadera y digna.
Entré al aula al grito de: “Dónde está mi regalo!?, carajo mierda!!”. Mis compañeras de trabajo, asustadas, hicieron emerger de uno de los armarios una bolsa, una pequeña bolsa, que guardaba en si misma, el gusto y la alegría de la promesa y el sinsabor de la desilusión.
Pensé que tal vez, y solo esta vez, el regalo sería algo que valdría el esfuerzo realizado durante tantos meses y siendo que, como afirman algunos, lo bueno viene en frasco chico, seguro de la victoria, asomé mis narices en la bolsa esperando encontrar la gargantilla sustraída por Moria en Paraguay o, porque no también, un poco de poxiran.  
Miré, volví a mirar… seguí mirando y, lleno de temor y temblor, como escribió Kierkegaard, exclamé: “LA PUTA MADRE QUE LO PARIÓ”.
Una lapicera, una triste, pobre, lamentable, denigrante y putísima lapicera. Meses de contención de ira, meses de homeopatía, alopatía, alopecia, hipocondría y plan de manejo del fuego para que me regalaran una insignificante, pequeña, compacta e inútil lapicera que encima, lleva cartuchos que salen mas caros que 200 piezas de sushi.
Años de estudio, perfeccionamiento, horas de vida gastadas en corregir mierdas y poniendo carita de contento delante de los padres mientras se repite como si fuera un tango: “su hijo tiene mucho potencial, es un diamante en bruto”, cuando uno en realidad sabe que el hijo efectivamente es un bruto y que del diamante no hay noticias, para que en un gesto de impiedad absoluto digno de  un jerarca nazi, un hijo/a de puta que lo único que hace es ir de la casa al shopping, haya comprado, para este pobre trabajador de la educación argentina una reverenda y puta lapicera y encima de color ROJO que me transforma en “Mirtha la puta alegre del barrio de Balvanera”.
A mi, como decía el negro Fontanarrosa, “la vida me engañó” o, como dice mi primo sin pelos ni en la lengua ni en las manos: “Dios me cagó encima”.
Si la prima de Brandoni en “Esperando la carroza” tenía 3 empandas para comer.. tres empanadas que le habían sobrado de la noche anterior, yo ahora, menos afortunado que esa mujer, tenía una lapicera, una puta, plegable, minúscula, cara, indigesta y ROJA lapicera para escribir en el cuaderno de comunicados de todos mis alumnos: Queridos padres, quería agradecerles por el bello obsequio que me han hecho para el día del maestro y decirles que me gustaría meterles a todos y a cada uno de ustedes la lapicera que me han regalado bien adentro del orto para que puedan escribir en su intestino un bello poema que podría llevar de título: Me gusta cagarle la vida a la gente. Con afecto Javier”
Don Bosco escribió que la “Educación era cosa del Corazón”, porque sabia que cada vez que  llega esta fecha, a mi me agarran pequeños infartos, no mortales, que me hacen acordar que estoy tan pero tan meado por los perros que no me da ni para morirme de una vez por todas así paro de sufrir.
Una lapicera: ese es lo que vale, al sentir de tanto padre, el trabajo abnegado que uno realiza en el aula con sus hijos mientras podría estar atendiendo un kiosco de diarios, amasando pizza o simplemente vendiendo droga, trabajos mas dignos, por cierto, que el tratar de educar a una multitud de inmundos ignorantes que leer no leen pero que otras cosas las hacen… y las hacen de mil maravillas y siempre más que uno.
Dicen que la docencia es un sacerdocio. Si yo hubiera querido ser sacerdote hubiera entrado al seminario no al profesorado. ¿Tan difícil era dibujar una sonrisa en la cara de este pobre docente argentino, profesional, propietario soltero y sexy,  con un regalito mas útil, mas “presentable”, respetable y codiciable que esa inmerecida, inconsistente, incomparable e inútil lapicera roja y gastando, aunque mas no fuera, la misma cantidad de dinero? ¿Tanto nos cuesta ver feliz a la gente que nos empeñamos en hacerles mierda la poca dignidad que les queda regalándoles un elemento que no sirve siquiera para rascarse la espalda o sacarse la cera de los oídos? ¿Puede haber tanta maldad en este mundo como para devastar una vida que ya está lo suficientemente devastada por la inclemencia del destino?
Con dignidad, y haciendo un esfuerzo, tomé la lapicera en mis manos, miré fijamente a mis alumnos y les dije: QUE LINDA LAPICERA QUE ME COMPRARON SUS PAPIS!! DIGANLES A TODOS QUE MUCHAS GRACIAS!! Por dentro pasaban imágenes de películas que deberían ser de Rambo porque me imaginaba a mi mismo matando con una ametralladora a esos padres de mierda.
Llegué a casa y sonó el celular: era mi amiga que, también docente, me anunciaba que le habían regalado una cartera, un par de zapatos y una camisa. Colgué el teléfono sin dar mayores explicaciones. Abrí el primer cajón del placard. Allí estaban los regalos de los años anteriores: un cinturón y una billetera. Los dejé a ambos en compañía de la lapicera roja. Cerré el cajón y resignado me puse a cantar: ¡Gloria y loor! ¡Honra sin par,  para el grande entre los grandes, Padre del aula, Sarmiento inmortal! 
¡Que vida de mierda!