lunes, 24 de diciembre de 2012

WHITE CHRISTMAS

Mientras escucho, cual cortina musical de una novela berreta de las tres de la tarde, a Michel Buble cantando canciones navideñas, me pregunto: ¿Por qué mierda Dios permitió que la navidad existiera? ¿Había necesidad alguna de someter a los seres humanos a semejante tortura psicológica, comercial y capitalistica pseudo-religiosa?
Mis navidades nada tuvieron de “blancas” aunque si mucho de turbias.
La “temporada” de celebración del binomio navidad-año nuevo empezaban en mi casa allá por el 13 de octubre, cumpleaños de mi tía, en donde armábamos el “mapa” comestible-geográfico de las fiestas. Ese día se decidía que se iba a comer en cada una de las cuatro fechas que conformaban las celebraciones y en dónde se iban a dar los selectos encuentros que concentrarían a lo mejor de la parentela que coincide, misteriosamente, con lo peor de la tanada.  
Dos meses… dos meses y medio para cocinar, preparar y adobar las carnes, verduras e hidratos de carbono que conformarían la mesa del amor, la paz y el colesterol.  
Mi familia no gozó nunca de los encantos de la piedad cristiana. En casa, todo era importante, menos el nacimiento del niño Dios que, si hubiera sido de mazapán, hubiera captado, sin lugar a dudas, un poco más de atención entre mis consanguíneos.
El primer pesebre que adornó mis navidades llego a casa gracias al producto de la casualidad y la fatalidad. Por esas cosas que tienen las leyes de la física que nos igualan a todos los seres que habitamos esta tierra, mi madre, mas curiosa que piadosa, en uno de sus viajes por el interior del país, quiso ver cual pueblo reunido el 25 de mayo de 1810 en la plaza, “de que se trataba”, y al tomar en sus manos a un asustado San José que formaba parte de la escena del nacimiento, ella, la joven manos de manteca, vio como el Santo Padre putativo de Dios era atraído hacia el centro del planeta debido a los desagradables descubrimientos de un tal Newton sin el cual, las cosas, definitivamente, no se caerían. La medicina prepaga, agradecida a este señor de Peluca, le debe parte de sus ganancias ya que, viejas muy religiosas, haciendo honores al padre de la mecánica, se desarman en el suelo, siempre por una piedra y nunca porque no ven una mierda, y, ambulancia y quirófano mediante, exhiben orgullosas entre sus amigas y conocidas, sus nuevas prótesis de cadera que han colaborado a llenar las arcas de las empresas de salud privada.  
Volviendo a San José, tal vez producto de la belleza de la santa madre de Dios, este piadoso judío del siglo I, perdió, literalmente, la cabeza por la Virgen y así, hubo un pesebre menos a la venta y… un pesebre en casa.
Por aquellos años “La Gotita”, la que nada nada lo despega”, hacía furor y mi progenitora decidió ajustar la cabeza del santo decapitado. El producto de esto fue un san José con un rictus propio de aquellos que han sufrido un ACV. Y así, cabeceando eternamente como haciendo ademán para sacar a bailar a la madre de la divina Gracia,  se adorno mi casa con el nacimiento que se armaba, invariablemente, sobre una bandeja de acero inoxidable que ese año no le haría los honores a los tradicionales pionono de jamón y queso, invitados infaltables de la mesa navideña.
Mas, no solo de pionono vive el hombre sino de todo alimento que sale del horno y la heladera: lechón, matambre, vitel tonné, Ensaladas Varias, abundantes frituras, exquisitas confituras, pollo relleno, carne rellena, huevos rellenos, gente re-llena, pan dulce, chocolate, pasas de uva, nueces y avellanas, arroz primavera, lasagna, canelones, y “otras” formaban y forman aún hoy la fauna culinaria de dichas fiestas. Y así, brindando con hepatalgina, nos sorprendía la llegada Papa Noel, en quién creen solo los viejos, porque arteriosclerosis mediante, se han olvidado que no existe.
Papa Noel… ese gordo boludo que se la pasa diciendo “Jo jo jo  Feliz Navidad”. ¿Acaso sus padres eran primos hermanos? ¿Cuándo era chico lo violaron con un palo y el trauma le provocó esa irritante risa de pelotudo? A ver… pensemos un minuto: es un gordo con cara de bebedor compulsivo whisky, usa traje de invierno en pleno diciembre con 44º a la sombra, vuela como superman y baja por una chimenea. ¿Cómo es posible que los niños crean en la existencia de semejante deformación racional? Es evidente que semejante monstruo moriría deshidratado al atravesar la línea del ecuador o al quedar varado en un piquete en Puente de la Noria tratando de agarrar para el lado de Bandfield. ¿Y lo de la chimenea? A mi no me joden: si alguien sabe de culos grandes soy yo. Mi familia se caracteriza por medir sus caderas no en centímetros, sino en “años luz”. Ese culo, de ese gordo desabrido, no pasa por una chimenea. De eso no cabe duda. Tal vez por mi falta de fe en ese monstruo de la Coca Cola es que el viejo puto nunca me dejaba lo que yo quería… ¿o sería tal vez  porque mis padres que, siempre endeudados, optaban por “bienes perdurables” tales como ropa que aseguraran la vestimenta de los próximos 5 años?. Los chicos de ahora usan la ropa 3 meses y la tiran a la mierda. Nosotros usábamos la misma bermuda 15 navidades y después… pasaba a tu hermano y/o a tu primo para que… la siguieran usando. El cuerpo crecía y la ropa no, por lo que uno tomaba, a cierta edad, un aspecto amatambrado que generaba a la larga, problemas de crecimiento en los huesos; pero eso si: la ropa se seguía usando. ¿Y saben porque? ¡Porque la había traído el puto de “Papa Noel”!.
Las navidades siempre eran una caja de sorpresas. Cuando el 1 a 1 se había puesto de moda y el rey del colágeno reinaba sobre la serenísima república Argentina, mi madre, otra vez mi madre, quiso copiar para su árbol de navidad un motivo que, seguramente, había visto en la afamada revista “Caras y Cajetas”. En aquel lejano 1991 decidió vestir el árbol con moños. La cosa empezó mal y por supuesto, terminó peor: el árbol navideño que ella había visto era blanco. Nosotros teníamos el monocromático verde. Ella había visto un árbol blanco con moños azules con filetes dorados. Nosotros pasamos a tener un árbol verde con moños rojos salpicados con brillantina. Ella, cual explotador coreano de un taller clandestino de costura  del barrio de Once, nos tuvo a mi hermano y a mi, cortando las putas cintas de tela (que había comprado al por mayor), y armando sus moños que, como no podía ser de otra manera, quedaron para el culo.
Esos moños, cual tetas caídas, eran un nudo de mal gusto en el epicentro de la navidad familiar. Mal hechos, desagradables y poco elegantes estaban carentes de lo  fundamental para que sirvieran de adorno: algo para agarrarlos a las ramas pertrechas del arbol de la muerte. Ella, que no se rendía por nada y ante nadie, tiró sobre la mesa las opciones: recurrir nuevamente a “La gotita” y dejar pegados para siempre el deseo y la pretensión de ser New York o, utilizar la destreza. Ganó la destreza por que la moda dura lo que dura un pedo en un canasto de mimbre, y tal vez al año siguiente hubiera que colgar longanizas del árbol. Los moños debían ser desmontables. Con una pinza de putas (porque eso es lo que eché a los cuatro vientos) armé con alambre galvanizado de fardo las argollas para los moños que terminó por darle al arbol un innegable aire a cortina de baño. Mi madre quedó feliz con su árbol, lista para venderlo al tren fantasma del Italpark, y nosotros, resignados a tener que pasar la navidad con el Frankenstein luminoso.
“Luminoso”… ahí residió otro de los nefastos episodios navideños de mi infancia. En casa nunca nos gustó tirar nada. Así fue que, año tras año, supimos guardar metros y metros de luces de arbolito que se acumularon como kilos de embarazada. La madre de Don Bosco decía: a problemas extraordinarios, soluciones extraordinarias. Mi mamá… si, otra vez mi mamá… solo una vez mas mi mamá… ese año llevó al extremo dicha sentencia. Cansada de juntar miles de juegos de luces que podían exhibir orgullosos, en el mejor de los casos, el funcionamiento de dos o tres bombillas por tendido eléctrico,  decidió cortar por lo sano y… los unió en un arrebato de pretender ser  como Mac Giver. El resultado fue una única luz de 32 km que tenia en funcionamiento 20 bombitas fijas. Nadie contaba con el problema de la irradiación del calor que produjo, el 10 de diciembre, dos días después de haberse inaugurado la temporada Navideña, el chamuscado del árbol que empezó a oler, literalmente, a quemado. La persistencia de las 4 luces de mierda que funcionaban de todo ese juego kilométrico hizo que el árbol entrara en combustión. Después de apagar las ramas que ardían como bosque nativo en pleno verano, ella, la mujer de las ideas innovadoras, no se resigno a perder sus 32 km de luces y, temiendo provocar un incendio voraz, optó por la “intermitencia” generada por mi hermano al que sentó al lado del toma corriente y obligó a enchufar y desenchufar las luces de a intervalos de 5 segundos, por horas y horas, entre los llantos de él y los gritos de ella, para que éste, el desafortunado infante, no abandonara la tarea de producir el efecto “prende y apaga la luz” de Sergio Lapegüe.
Por supuesto que la Navidad también tenía algo de épico y folklórico. A las doce en punto, momento en el que la familia se complotaba para hacer aparecer los regalos, mi abuelo o mi tío, de manera indistinta, me sacaban a buscar y/o cazar a Papá Noel. Los niños son, cuando quieren, MUY boludos y yo, año tras años, volvía a casa afirmando haber visto una sombra que era, como no podía ser de otra manera, Papá Noel que huía de los ojos atentos de los niños molestos.
Todos los años se repetía la misma escena: entrábamos al departamento y mi abuelo, que siempre se sentaba de espaldas a la ventana, con alguna cosa en la boca, por lo general una piernecita de pollo o lechón, decía escupiendo la comida, que Santa Clauss había tirado los regalos por la ventana y estos le habían golpeado la cabeza. Mi abuela, un poco más sesuda y también tetuda, lo miraba con cara de “Cuando lleguemos a casa vamos a hablar” y yo, corría hacia el árbol que, misteriosamente, tenía todos los regalos perfectamente acomodados a sus pies, cosa curiosa para un cargamento que había sido arrojado por la ventana por un maleducado Papá Noél un par de minutos atrás.
“Navidad, Navidad, dulce navidad… la alegría de este día hay que festejar” rezaba la canción. Ahora, todos más grandes y tal vez menos alegres, nos acordamos de tiempos pasados que olían a gloria, hacemos memoria de todos aquellos que ya no están y, cómplicemente y en silencio, le pedimos que nos traigan de regalo algunas de esas navidades del pasado.
Deseamos que aquello pasara y ahora necesitamos que aquello vuelva. ¡Que vida de mierda!


viernes, 21 de diciembre de 2012

¿VIDA?... ¡VIDA ES OTRA COSA! – SEGUNDA PARTE

Cuando hace media hora salí del colegio, eso a lo que yo y algunos otros llamamos trabajo, después de haberme clavado 2 copas de champagne, 25 empanadas y 118 sándwiches de miga, me di cuenta que estaba dejando de lado “la vida” para entrar, solo por un mes y medio, a “LA VIDA”. Para mí, y para 500000 docentes más de este país, todo había terminado… todo menos el mundo. Gracias a Dios, desde Australia, nos anoticiaban que por allá las cosas seguían bien y del fin del mundo anunciado por los Mayas ni noticias.
Aquí en el sur que, según Benedetti, “también existe”, siempre mas modesto y discreto que en otras latitudes, la gente piensa menos en los mayas y más en tratar de entrar en la maya que lucirán, calzador mediante, durante los meses estivos en alguna playa de mala muerte y de mala suerte (que mala suerte es la condena de veranear en la costa bonaerense) mientras gente mas afortunada, no docente, pasará el verano en Brasil, en Punta Del Este o en EEUU mientras cantan “Blanca Navidad” abrazados a un papá Noel de papel mallé que repite como un disco rallado “ho ho ho.. Feliz Navidad”.
El mundo no se terminó, pero lo que si se terminó, fue el infierno de aguantar pendejos. Los padres, astutos seres inmisericordes que intentan tener una vida, depositan a esos seres putrefactos llenos de gases y granos, en los colegios, para que nosotros, abnegados trabajadores de la educación argentina, por un sueldo irrisorio, transformemos a esas larvas malolientes, parásitos sociales, en ciudadanos comprometidos con la realidad social, seres pensantes y sobre todo, personas que no rompan los huevos de marzo a diciembre.
Susana ya lo decía  tras su separación de Humberto Roviralta: “Basta, esto se terminó! Ya no importa, como fue que ocurrió!”. Basta, esa es la palabra que resuena en mi mente. Basta de aguantar pendejos; basta de corregir mierdas que tienen la pretensión de ser pruebas o carpetas; basta de aguantar directivos; basta de campamentos, convivencias y retiros; basta de proyectos de aprendizaje-servicio; basta de planificaciones y objetivos; basta de compañeros de trabajo que se rascan el higo; basta de escuchar el nombre de uno ser pronunciado una y mil veces por  los niños; basta de dormir como el pepino; basta de ganar como un mendigo, basta de reuniones y conflictos con padres y con chicos; basta de ver granos y barritos.
¡Basta!  Ahora LA VIDA comienza. Ahora la vida tiene sentido; ahora es le momento de mirar atrás, de ver la senda que nunca se ha de volver a pisar y gritar a los cuatro vientos: “¿Y AHORA QUE PORONGA HAGO TODO EL VERANO?!?”
¿Qué voy a hacer un mes siendo que no tengo cable? ¿Qué voy a hacer sin tener las 245 repeticiones del “Soñando por Cagar” o “El bailando por garchar” o como mierda se llame? ¿Qué voy a hacer durante el eterno mes de enero en Buenos Aires viendo como todos se divierten menos yo? ¿Qué voy a hacer en las vacaciones sin Mateyco transmitiendo desde Mar del Plata? ¿Qué voy a hacer sin aire acondicionado mientras el mundo se derrite a mí alrededor? ¿Qué voy a hacer sin mi trabajo que, sin dejar de ser una mierda, es en donde más me divierto? ¿Qué voy a hacer sin mis alumnos que son básicamente excremento humano pero de vez en cuando me revuelven algún gesto de cariño y hacen que uno sospeche que la vida tiene algún tipo de sentido?
Docente Argentino: si te has dado cuenta que empezadas las vacaciones ha comenzado para ti ese período de tiempo en donde lo único que hay que hacer es sobrevivir para recuperar eso que es “la vida” pero que es la única “VIDA” que conoces, entonces te has dado cuenta, cabalmente, que antes que nada y después de todo, que la vida… LA VIDA ES UNA MIERDA.

viernes, 14 de diciembre de 2012

EL VIAJAR ES UN PLACER


El viernes santo del año 1300, el gran poeta florentino, Dante Alighieri, a la edad de 35 años, emprendía el mítico y sorprendente viaje por el reino de ultratumba.
Él, el divino Dante, padre del “Dolce Stil Novo”, víctima del exilio y el desprecio de sus conciudadanos, se aventuraba en ese otro viaje que, en un  movimiento de descenso y ascenso, lo llevaría de la oscuridad del dolor a la luz de la redención.
Años más tarde, otro poeta no menos importante que Dante, padre de los infames programas televisivos para niños, que no gozó nunca ni de los exuberantes senos de Panam ni de las prodigiosas asentaderas de Flavia, nos iluminaría con su pluma y su voz enseñándonos, en un rapto de optimismo pelotudo, que “El viajar es un placer que nos suele suceder”
Dante murió en Ravenna lejos de su casa y su tierra, cumpliendo así los misteriosos designios de la providencia. A Pipo Pescador habría que haberlo matado para cumplir, en un acto de piedad, con la justicia, mitad humana, mitad divina, que nos invita y obliga a sacarnos de encima a aquellos boludos que, en pleno verano, andan con boina  tocando el acordeón y haciendo papelones en Carlos Paz.
Todos los viajes, de alguna u otra manera, nos cambian la vida. Algunos parten en busca de alguna epifanía reveladora del sentido último de sus existencias o tal vez, simplemente, del porqué del universo. Otros, menos altruistas y más pobres, viajamos en búsqueda de alguna miserable, triste, pobre y patética recompensa económica y en cumplimiento de nuestro santo deber, teniendo siempre presente en nuestro horizonte de vida, aquella máxima que reza: “Educar es servir a Dios y a la patria”.
¿Que lleva a que un grupo de adolescentes cool de San Isidro a elegir, en cambio de a un profesor canchero, buena onda, joven, rubio, rico y sexy, a este pelotudo (que por cierto, si es que era necesaria la aclaración, no solo no es canchero, sino que tampoco es buena onda, ni rubio, ni rico, ni sexy y además está pelado) para que los acompañe a su viaje de egresados a la ciudad de los estudiantes, el sexo, el alcohol, el descontrol y el Nahuelito?
¿Qué hace que un colegio prestigioso de zona norte en cambio de llevar a una persona capacitada para lidiar, amedrentar y reprimir a “los Indios Tacunaru”, jóvenes efervescentes en uso plenipotenciario de sus ganas de descontrolarse y de ponerla en cuanto agujero encuentran, lo lleven a este pobre, indefenso e inútil trabajador de la educación argentina que es incapaz de controlar sus gases cuando se encuentra en público y tiene el sí mas fácil que una puta con hambre?
¿Por qué desgraciada, inconsistente, ilógica e insípida razón dejé que me vendieran “EL PAQUETE” de Bariloche, paquete que, como en el juego del huevo podrido, se lo tiran al distraído y este, una vez que lo ve, huevo podrido es?
¿Por qué escuche “Viaje de Placer” allí en donde debería haber escuchado “Viaje para padecer”?
Si los viajes de placer  son aquellos que implican sexo, playa, contingente de jubilados y rock and roll, ¿por qué me subí a ese micro “llamado deseo” para ir a una ciudad en donde el rock and roll está en los boliches (locales nocturnos que por cierto no frecuento), los jubilados no van porque el frío les genera sabañones, la playa es solo para mirarla y el sexo lo tienen todos menos uno?
Sin haberme cuestionado nada de todo esto, salvo quién iba cuidar de mi heladera mientras no estuviera en Buenos Aires, me subí al micro y me sumé al la masa crítica que arengaba la marcha del transporte al canto de “Bariló Bariló, nos vamo’ a Bariló”. Así pude constatar que no estaba lo suficientemente viejo como para no poder mimetizarme entre la juventud enardecida pero si estaba lo suficientemente loco como para haberme sumado a semejante irresponsabilidad.
Por supuesto, todo empezó como debía ser: para el culo. Cuando a uno le dicen que va a pasarse un día arriba del micro lo primero que piensa es: pierdo tanto tiempo haciendo boludeces que, un día más, un día menos, no hace la diferencia. Amigos míos, un día ahí arriba ¡sí hace la diferencia! Cuando nos disponemos a abordar un micro de larga distancia le deberían pegar a uno un tiro en la frente para evitar el sufrimiento que está por llegar. Viajar 23 hs en esa mierda en movimiento en donde la única distracción posible es ver cuan lejos del inodoro llega el chorro de meo cuando la ruta hace una curva, causa el mismo dolor y la misma esterilidad que agarrarse los huevos con una morsa o imaginarse a Zulma Lobato cantándonos al oído “Extraños en la noche” mientras se encuentra enfundada en una sunga de leopardo.
Por suerte el lugar a donde uno va es un paraíso… un paraíso lleno de mosquitos, tábanos, compañeros de trabajo y PENDEJOS, MUCHOS PENDEJOS, rompiendo las pelotas a diestra y siniestra por el simple hecho de querer cagarle a uno la vida que el único mal que ha hecho ha sido comerse la crema de manos de la madre como si fuera dulce de frambuesa.
“La tierra sin mal”, según la mitología guaraní o, “La tierra prometida” según el imaginario semita, siempre puede estar un poquito mas lejos, y, para llegar, hay que cambiar 3 veces de micro teniendo en cuenta que, en cada cambio, esta incluído el equipaje de los 58 hijos de puta que estamos subidos al viaje de la muerte.
El sitio era… ¿rustico? ¿insano? Un hermoso camping a orillas del lago con mucha tierra y mucha naturaleza viva, 53 pendejos de entre 17 y 19 años que solo querían divertirse mientras uno solo deseaba matarse ; un baño comunitario que transformaba el acto de cagar en una experiencia mas socializadora y más concurrida que la cancha de Boca en pleno super clásico; solo un par de horas de electricidad para poder olvidarse de la civilización de la que uno, claramente, NO quería olvidar; celular muerto por falta de señal que transformaba cualquier urgencia en una muerte segura; comida profusa en hidratos de carbono que nos llenó de energía pero también de pedos; cama en  “las cabañas del horror” traídas de la Alemania nazi; adultos acompañantes hipocondríacos que jugaban a descubrir enfermedades en personas que, hasta ese momento, gozaban de buena salud y frío, el infaltable frío que, por las noches, hacía germinar en los huevos estalactitas y estalagmitas.    
El viaje hubiera sido casi perfecto si solo hubieran estado presentes esas “pequeñas imperfecciones”… pequeñas desgracias con suerte que,  lamentablemente, no terminaron por quitarnos la vida. Pero siempre, absolutamente siempre, se puede caer mas bajo y perder ese resto, esta traza, esa huella, ese vestigio de dignidad que nos queda y estar un poco peor, sobre todo cuando uno tiene por delante 10 putos, eternos, insoportables e invivibles días a puro turismo aventura.
A ver si nos ponemos de acuerdo: yo, la única aventura que conozco es la del Poseidón y, como el barco se da vuelta apenas empieza la película e intuyo que van a terminar todos muertos, cambio de canal y me pongo a ver el Chavo.
¿Que malsana perversión mueve a un ser humano a disfrutar de una caminata al aire libre, o de una cabalgata por del lecho de un río sobre un caballo (¡un caballo!! Una bestia que no habla, no canta, no hace zapateo americano, no sabe resolver el teorema de Pitágoras y que le da lo mismo comer alfalfa que lasagna!!) , o del rafting, sintiéndose uno una cubetera que surfea por las aguas profundas del freezer de la naturaleza, o, lo que es peor, del ascenso a un cerro resbaladizo y superhabitado por insectos ponzoñosos, en una lucha por ganarle a la naturaleza que da, a cada instante, pruebas acabadas y suficientes de que nos ha vencido haciéndonos así de deformes e incapaces de adaptarnos a una región y un clima determinado y no solo echando por tierra la teoría de Darwin sino que también comprobando cruelmente la no existencia de un Dios misericordioso con esos empinados senderos que nos sacan el aire y nos quitan las ganas de seguir viviendo.  
Cansado, destartalado, pidiendo un ingeniero a gritos para que reconstruya lo que quedó del cuerpo que alguna vez sirvió para comunicarse, cargando el tubo de oxigeno para seguir subiendo a la nada, como se puede, se empuja el tujes del de adelante, no para hacerle un favor o tener un gesto solidario, sino para que no se muera en el camino y haya que bajar por esa argolluda montaña cargando el cuerpo de otro además del de uno.  
La montaña es traicionera, el rafting es traicionero, el caballo es traicionero, el cóndor es traicionero, pero más traicioneras es el culo que, durante diez días, no hizo un sorete y decidió hacer paro acusando en mi abdomen una marcada hinchazón producto del piquete anal que amenazaba con no levantarse hasta que no interviniera la gendarmería para “desalojar” a los manifestantes que cerraban la salida del puerto de la ciudad de las tripas.
Y así, hecho concha, mal comido, con una cantidad de caca adentro del cuerpo equivalente a la cantidad de desperdicios del Ceamse, muerto de sueño, pasado de cansancio, y con inflamación de huevos, nos volvemos a subir al micro para afrontar nuevamente, 23 hs de viaje, sobreviviendo alentados por la feliz esperanza de, al llegar a casa, podernos bañar en algo que se parezca a una ducha. 
Al bajar del micro nunca falta el pelotudito que dice: ¡Que bien que la pasamos!
¡QUE VIDA DE MIERDA!