miércoles, 19 de septiembre de 2012

En una playa junto al mar

Así fue conocida la famosa canción del otrora popular cantante de la década del 60’ Donald, que no resultó ser, a expensas de un ADN practicado sobre él, ningún personaje de Disney ni mucho menos, aunque fue uno de los tantos animales que poblaron la farándula de medio pelo argentino, aquella que comía pollo y erutaba caviar, no como la de ahora, que come caviar y eruta brócoli. Sin embargo, el cantautor indagado sobre la creación de dicho hit, confesó, no sin un dejo de vergüenza, que el título original del popular tema era “En Mar del Plata junto al mar”, pero siendo que era un título pianta votos, mitad por un problema de celos de otros balnearios de la costa atlántica, mitad por lo horrenda de dicha ciudad, no solo por su geografía, sino por sus habitantes estacionales que como las golondrinas, vuelan hacia el sur, se instalan, se reproducen, cagan y vuelan, el afamado artista de la generación beat decidió hacer “la porquería” en una playa junto al mar sin tener que informarnos de la región a la que se refería. Lo bueno de este país es que lo bizarro, lo kitsch, lo vulgar, no solo se da en la música, sino que como un eco en el medio de la montaña, se extiende como una mortal mancha de petróleo sobre el mar que va matando todo a su paso. Así fue como en el año 1971, Enrique Cahen Salaberry, director de cine que cuenta entre sus obras más memorables y de un inestimable contenido cultural y social, con trabajos tales como “Don Fulgencio”, “Mi novia él”, “Las Turistas quieren guerra”, “Mingo y Anibal, dos pelotazos en contra”, entre otras, supo realizar, tal vez hechizado por la embriagadora música de Donald, “En una playa junto al mar”, película que lleva 40 años tratando de ganar aunque más no sea un pasaje gratis a Liniers en el 21.
Desde aquel entonces y hasta hoy, Mar del Plata ha sido el destino casi obligado de turistas con “unas semanas de vacaciones” que a veces no son mas que un par de días, congresos de política y ecología, Festivales de Cine con momias internacionales que hacen las veces de artistas invitados, estrellas decadentes y jurados ilustres, centro de confluencia de parejas que “andan de trampa” y punto de llegada de viajes estudiantiles.
Las callecitas de la “Feliz” como las de Buenos Aires, “tienen ese no se qué” que hace que se transforme en el destino elegido por miles de colegios que realizan supuestos viajes de estudios a dicha metrópolis marítima.
Por tal motivo, una vez más, y solo una vez más, como todos los años, me hice cargo de mi trágico destino y subí al micro cargado de niños que prometían hacerme pasar los 3 peores días de mi año y, ellos y yo, yo y ellos, nos dirigimos al encuentro de un futuro para nada alentador que prometía solo tristezas y ninguna alegría.
Lo bueno de ser profeta de calamidades es que la realidad nunca te agarra desprevenido. Uno sabe que las cosas van a salir mal, y si bien la clarividencia del trágico futuro no nos ahorra dolor alguno, por lo menos, la concreción histórica de la oscura profecía, no nos sorprende.
¿Existe algo peor que viajar tres días a la costa con 70 niños de 10 años? El micro en nada se parecía a aquel de la película “El profesor Punk”... ¿En qué lugar de ese autobús en el cual yo me encontraba estaba el simpático Jorge Porcel haciendo chistes y disfrutando de la compañía de sus alumnos que, por cierto, nada tenían de adolescentes? ¿Por qué los adolescentes de las películas estudiantiles argentinas tales como “Los fierecillos indomables” o su más paupérrima copia “Los fierecillos se divierten” habían abandonado la adolescencia hacía ya mas de 20 años y peinaban canas si es que tenían pelo en donde esta echar raíces cuando hicieron dichos films? ¿Por qué a veces el cine argentino es TAN pedorro y en cambio de contratar a jóvenes de 20 contratan a viejos de 50 para hacer de púberes sin tener ni siquiera el decoro de pasarles una capa de esmalte sintético por la cara para disimular el estrago provocado por los años, la droga y el hacer temporada con Moria?
Viajar con niños es recibirse de Mac Giver: uno, en pocos minutos, está curando una fractura con una percha, lavando una herida con escupida y armando una bomba con un frasco de dulce de pera para matarlos. Por supuesto, tarde, siempre tarde, se descubre que Mac Giver era un actor (malo por cierto) y la serie estaba fatalmente guionada. Las fracturas no se curan con perchas, las heridas se infectan con escupida, las bombas  no se hacen con frascos con dulce de peras y, los niños, por algo que debe tener que ver con su ADN o su HDP, no se mueren, solo se enferman para joderte la vida.
Aproximadamente 9 horas para hacer 415 km, 7 bolsas de consorcio de basura sacada de uno de los micros, 5 pibes con mareos, 15 con fiebre, 18 con tuberculosis, 50 llorando porque extrañan a la madre, padre o tutor, una denuncia por ruidos molestos a cargo de los otros residentes circunstanciales del hotel, 2 guerras de comida, una camarera hospitalizada por recibir un milanesazo en la frente y causarle dicha colisión un politraumatismo de cráneo, 4 patinadas por la escalera, un ascensor inutilizado, 2 delfines muertos, 4 docentes con pulmotor perpetuo por hacer trekking en un cerro de 25 metros de altura, un chofer de micro que pidió cambio a tareas pasivas, 1 profesor de educación física golpeado por sus compañeros entre los que me encontraba, 5 horas de sueño en 3 días, 7 películas vistas en el viaje de las cuales 3 eran con ninjas karatekas, 6 baldes de vómito, 1 caso de apendicitis, 1 niño perdido, 3 toneladas de recuerdos de la costa hechos de cerámica y caracoles, 2 fotos en la rambla junto a los lobos marinos, dos cajas de mariscos en descomposición que hubo que tirar en Lezama, 4797 pronunciaciones de mi nombre, 10 cajas de alfajores Habana para los afortunados docentes que NO tuvieron que ir al puto viaje y un par de huevos que me colgaban de la entrepierna grandes como dos garrafas. Ese fue el saldo final y fatal del viaje del horror.
El genial Alejandro Dolina dice en su libro “Crónicas del Ángel Gris” que todos los viajes, de alguna u otra forma, siempre nos cambian la vida. Después del inventario antes expuesto, ¿cabe duda alguna que los viajes nos modifican inexorablemente la vida?
Me olvidaba decirles que toda esta humillación sufrida fue resarcida con 720 suculentos, apetitosos, deseados, esperados, inútiles, escasos y pobres pesos. Tanto sufrimiento por ese vuelto, esa nada, ese chiste económico.
“El viajar es un placer que nos puede suceder” dijo Pipo Pescador. ¿Por qué a mi nunca me pasa? Pipo… ¡PORQUÉ NO TE VAS A CAGAR!?
Niños, los únicos privilegiados según El General. Niños…Esos instrumentos del mal, esos monstruos, esos portadores de pestes como las palomas, esas sanguijuelas carroñeras, esas inmundas creaciones de la evolución del reino animal. Niños… están en el mundo con el único fin de recordarnos que LA VIDA ES UNA MIERDA.



martes, 11 de septiembre de 2012

Fue la lucha, tu vida y tu elemento

Mientras se apagaba de fondo la melodía del himno a Sarmiento, corrí desesperadamente por el pasillo de la escuela en busca de mi merecidísimo como justificado regalo del día del maestro. No es que uno trabaje para recibir algún tipo de recompensa, pero, si la tarea que se desempeña dentro del aula que no es otra que arrancar “de la noche de ignorancia” a los educandos, viene acompañada de cierto reconocimiento simbolizado por un bien de consumo, la tarea se hace mas llevadera y digna.
Entré al aula al grito de: “Dónde está mi regalo!?, carajo mierda!!”. Mis compañeras de trabajo, asustadas, hicieron emerger de uno de los armarios una bolsa, una pequeña bolsa, que guardaba en si misma, el gusto y la alegría de la promesa y el sinsabor de la desilusión.
Pensé que tal vez, y solo esta vez, el regalo sería algo que valdría el esfuerzo realizado durante tantos meses y siendo que, como afirman algunos, lo bueno viene en frasco chico, seguro de la victoria, asomé mis narices en la bolsa esperando encontrar la gargantilla sustraída por Moria en Paraguay o, porque no también, un poco de poxiran.  
Miré, volví a mirar… seguí mirando y, lleno de temor y temblor, como escribió Kierkegaard, exclamé: “LA PUTA MADRE QUE LO PARIÓ”.
Una lapicera, una triste, pobre, lamentable, denigrante y putísima lapicera. Meses de contención de ira, meses de homeopatía, alopatía, alopecia, hipocondría y plan de manejo del fuego para que me regalaran una insignificante, pequeña, compacta e inútil lapicera que encima, lleva cartuchos que salen mas caros que 200 piezas de sushi.
Años de estudio, perfeccionamiento, horas de vida gastadas en corregir mierdas y poniendo carita de contento delante de los padres mientras se repite como si fuera un tango: “su hijo tiene mucho potencial, es un diamante en bruto”, cuando uno en realidad sabe que el hijo efectivamente es un bruto y que del diamante no hay noticias, para que en un gesto de impiedad absoluto digno de  un jerarca nazi, un hijo/a de puta que lo único que hace es ir de la casa al shopping, haya comprado, para este pobre trabajador de la educación argentina una reverenda y puta lapicera y encima de color ROJO que me transforma en “Mirtha la puta alegre del barrio de Balvanera”.
A mi, como decía el negro Fontanarrosa, “la vida me engañó” o, como dice mi primo sin pelos ni en la lengua ni en las manos: “Dios me cagó encima”.
Si la prima de Brandoni en “Esperando la carroza” tenía 3 empandas para comer.. tres empanadas que le habían sobrado de la noche anterior, yo ahora, menos afortunado que esa mujer, tenía una lapicera, una puta, plegable, minúscula, cara, indigesta y ROJA lapicera para escribir en el cuaderno de comunicados de todos mis alumnos: Queridos padres, quería agradecerles por el bello obsequio que me han hecho para el día del maestro y decirles que me gustaría meterles a todos y a cada uno de ustedes la lapicera que me han regalado bien adentro del orto para que puedan escribir en su intestino un bello poema que podría llevar de título: Me gusta cagarle la vida a la gente. Con afecto Javier”
Don Bosco escribió que la “Educación era cosa del Corazón”, porque sabia que cada vez que  llega esta fecha, a mi me agarran pequeños infartos, no mortales, que me hacen acordar que estoy tan pero tan meado por los perros que no me da ni para morirme de una vez por todas así paro de sufrir.
Una lapicera: ese es lo que vale, al sentir de tanto padre, el trabajo abnegado que uno realiza en el aula con sus hijos mientras podría estar atendiendo un kiosco de diarios, amasando pizza o simplemente vendiendo droga, trabajos mas dignos, por cierto, que el tratar de educar a una multitud de inmundos ignorantes que leer no leen pero que otras cosas las hacen… y las hacen de mil maravillas y siempre más que uno.
Dicen que la docencia es un sacerdocio. Si yo hubiera querido ser sacerdote hubiera entrado al seminario no al profesorado. ¿Tan difícil era dibujar una sonrisa en la cara de este pobre docente argentino, profesional, propietario soltero y sexy,  con un regalito mas útil, mas “presentable”, respetable y codiciable que esa inmerecida, inconsistente, incomparable e inútil lapicera roja y gastando, aunque mas no fuera, la misma cantidad de dinero? ¿Tanto nos cuesta ver feliz a la gente que nos empeñamos en hacerles mierda la poca dignidad que les queda regalándoles un elemento que no sirve siquiera para rascarse la espalda o sacarse la cera de los oídos? ¿Puede haber tanta maldad en este mundo como para devastar una vida que ya está lo suficientemente devastada por la inclemencia del destino?
Con dignidad, y haciendo un esfuerzo, tomé la lapicera en mis manos, miré fijamente a mis alumnos y les dije: QUE LINDA LAPICERA QUE ME COMPRARON SUS PAPIS!! DIGANLES A TODOS QUE MUCHAS GRACIAS!! Por dentro pasaban imágenes de películas que deberían ser de Rambo porque me imaginaba a mi mismo matando con una ametralladora a esos padres de mierda.
Llegué a casa y sonó el celular: era mi amiga que, también docente, me anunciaba que le habían regalado una cartera, un par de zapatos y una camisa. Colgué el teléfono sin dar mayores explicaciones. Abrí el primer cajón del placard. Allí estaban los regalos de los años anteriores: un cinturón y una billetera. Los dejé a ambos en compañía de la lapicera roja. Cerré el cajón y resignado me puse a cantar: ¡Gloria y loor! ¡Honra sin par,  para el grande entre los grandes, Padre del aula, Sarmiento inmortal! 
¡Que vida de mierda!