Mire el control remoto. Yo se, que en secreto, el me miraba a mi. Desde hace años tenemos una relación amorosa que no ha sido eclipsada por nada ni nadie. Juntos hemos compartido los mejores momentos de nuestras vidas. 
El botón del “power” marcaba un antes y un después. Nos miramos nuevamente. Yo quise resistirme, pero, la tentación fue más fuerte: yo, débil mortal, hombre que viene del polvo, y que de vez en cuando quisiera poder celebrar alguno, temblando, tomé el aparato en mis manos y, carcomido por el miedo y la culpa, presioné el botón rojo. Mis pesadillas auto profetizadas se hacían realidad: estaban transmitiendo desde la costa. 
¿Qué puta fascinación lleva a los gerentes de programación argentinos a suspender por tres meses cualquier contenido televisivo cultural (o no tanto), y trasladarse o, en este caso mudarse, a la costa Atlántica para hacerle notas a los infaustos turistas que habitan el zoológico veraniego del Mar Argentino?
¿Qué necesidad hay de sacar por cadena nacional a una mujer, madre y argentina, que le grita cual orangután enfurecido a su hijo que está jugando con un pez muerto que ha hallado en la arena? 
Allí los tenemos a los periodistas de los noticieros serios vestidos de traje, pero con arena hasta en el orto, preguntándole a un señor entrado en kilos y años, y con los huevos al plato, cuán lindo es pasar las vacaciones con la familia. 
La sucesión de concursos nos apremia: todos los días tenemos la elección del mejor culo, la mejor teta siliconada, el bulto más marcado, el bañero más pajero, la rubia más hueca, la cheta más fashion y el sushi más caro. 
La playa es la caja de Pandora: todo puede salir de allí. Si queremos una radiografía de lo que somos, nada mejor que trasladar a un antropólogo a la costa en el mes de enero. Es más efectivo  que un censo y más caro que la misión espacial Apolo 74. 
Si sos una chica que está mas o menos garchable, no faltará algún pendejo pajero que te tire la pelota cerca con la que está jugando con sus más impresentables y pajertos amigos, para aunque mas no sea chamuyarte un rato. Si sos un tipo que, tuneado por 11 meses de extremo entrenamiento en gimnasio has logrado sacar mas tetas que la Sabrina Sabrok , todas las minitas, bagartos y no tantos, te rondaran como las moscas a la mierda, tratando de convencerte de los beneficios de cojerte a alguna de ellas. Si tenes familia tendrás que aguantarte a tu mujer, a tus hijos, a tu suegra, al hermano/a de tu esposa que te romperán los huevos sistemáticamente haciendo que tus vacaciones se transformen en un desmedido deseo por la vuelta al trabajo. 
Los ricos gozan de aquello que su dinero y sus tarjetas “gold” pueden comprar. Pero los pobres también tienen derecho a su festín: heladeras llenas de hielo con tuppers con milanesas a la napolitana; pizza que sobró de la noche anterior; berenjenas al escabeche; pedazos de asado transformados, mayonesa mediante, en “salpicón de vaca”; gaseoas con marcas tales como “Party”,  “Cordoba”, “Winner’s” o “B.B Max”; morcilla vasca envuelta en finas rodajas de pan de fonda y el infaltable Vitel Tonné lleno de arena. Algunos, pertenecientes a esta clase, pero más afortunados que los antes mencionados, acceden a ciertos lujos como comer en la “Trattoria Spacavento”, atendida por sus propios dueños que, casualmente, son Bolivianos. 
Los sicarios de las noticias no pierden la ocasión de mostrarnos, impúdicamente, a  aquellos que ganaran algunos pesos haciendo pelotudeces en la playa: tenemos la nota al que vende el choclo caliente hervido en la misma agua desde que Perón asumió su primera presidencia; el que te pinta los skate haciendo “arte decorativo”; el que te vende el helado de palito sobrevaluado un 400%; la boluda del “arte sustentable” que hace collares con lentejuelas, fideos de sopa y caracoles que promete transformarse, rápidamente, en imán para las gabiotas y alimento para el tacho de basura; el bañero que se rasca los huevos y odia que le digan “Bañero” porque el es “Guardavida”… guarda su vida todo el verano porque no hace una chota; el surfista/la surfista profesional que “trabaja en el mar” y está estresado/a porque es un trabajo muy demandante y desgastante; el tipo que hace trencitas a viejas chotas que dejaron de ser jóvenes hace 58 veranos atrás. 
Nunca falta una notita al “raro” que, sentado bajo la sombrilla, con buzo y zapatillas puestas, se lee algún librito que puede ir desde “La consolación de la Filosofía ” de Boecio hasta “Horangel 2013-2014” .  
Al caer el sol, nuestros cronistas locales, nos informan sobre las clases de gimnasia a orillas del mal: miles de boludos al ritmo del Baile del Caballo mueven sus nalgas a los cuatro vientos tratando de coordinar sus movimientos con los del mulato de turno que hace las veces de maestro de ceremonia que incita a la masa a quemar calorías. 
La noche sorprende a los reporteros, con su traje azul (como el mar azul) en la puerta de los boliches en donde miles de inmundos pendejos que usan granos y huelen a chivo intentan copar el local de baile nocturno, llenos de alcohol y preservativos, que, todos sabemos, es probable que no usen.
Y así, mirando por la televisión el pavimento de sombrillas que se ha formado allí, donde una vez hubo playa, extrañando los veranos menemistas en los cuales Mateyco era el Rey de la Noche  con ese saco blanco arremangado que le quedaba para el orto, nos sentimos satisfechos de haber hecho la opción (por jodidos y miserables) de quedarnos en Buenos Aires disfrutando del verano porteño y viendo, con gusto, cuan mal la pasan aquellos que han ido a “desenchufarse” de la rutina. 
Como diría Mario Sapag en la mítica publicidad de Quilmes: “Ir y venir; descanso y agite; fin y principio. Con ustedes: ¡El verano!” ¡QUE VIDA DE MIERDA!.