domingo, 30 de junio de 2013

AMANECE QUE NO ES POCO

Sonó el teléfono. Lo primero que pensé, ante el primer estruendoso sonido irritante del infernal aparato, era que estaba teniendo un sueño en donde, justamente, sonaba el teléfono. Cerré los ojos y soñé: soñé que me llamaban del banco “Poronga” para ofrecerme la tarjeta de Crédito “Poronga” que era, curiosamente, más poronga que su nombre, y los mandaba a la reverenda mierda utilizando puteadas que, casualmente, no contenían el nombre de la tarjeta en sus enunciados. Mientras la satisfacción por la humillación al empleado bancario proferida se extendía por todo mi cuerpo, volvió a sonar el teléfono. Entreabrí un ojo y mirado el reloj me percaté que eran las 6.15 de la mañana del domingo. Miré al teléfono con desconfianza y… volvió a sonar.
¿Cuánto tiempo hay entre un “ring” y el otro? Evidentemente, infinitos segundos, ya que tuve tiempo de dormirme y soñar, mandarlo a la mierda al empleado del “International Poronga Bank”, darme cuenta que era un sueño, pensar que el teléfono no estaba sonando, rascarme las partes, ver la hora, y desearle, al que estuviera llamando, las peores desgracias como el destierro, la impotencia, la caída del cabello y que los Testigos de Jehová le tocaran el timbre.
¿Por qué mi teléfono sonaba a esa hora? ¿Por qué no lo había desconectado como lo hago todas las noches? ¿Por qué Dios no tiene compasión de la gente buena? ¿Por qué  SIBARITA es tan rica?
Mi propensión a pensar sobre todo en catástrofes, me llevó a sospechar que comería sándwiches en algún velorio. Sin embargo, reflexioné que, así como van las cosas, los sándwiches se han vuelto incomprables y ya no quedan muchos por morirse, por lo que, la noticia de un deceso y el encuentro seguro con familiares que uno no ve desde el ultimo casamiento familiar, era poco probable.
Con miedo y odio, esa mezcla perfecta que ha hecho del mundo ser la mierda que es, levanté el teléfono y dije con “voz de culo”: ¡¿Hola?!... Del otro lado, la voz de mi madre me saludaba afectuosamente sin antes olvidarse de anteponer un rosario de disculpas por la hora de la madrugada en la que estaba llamando.
Cuando uno tiene padres que están circunstancialmente de viaje por Europa, lo mejor que puede ocurrir es que estalle la tercera guerra mundial y asegurarse que allí se queden, y, sobre todo, incomunicados.
Pero no: en Europa no había estallado la tercera guerra y claramente, los teléfonos, seguían funcionando.
¿Qué pasó?, le pregunté sin siquiera pedirle informe sobre su estadía en el país de la zarzuela, el Rey Juan Carlos y las mujeres con bigotes.  “Bueno… es que… tenemos que hacer el check in para volver a Buenos Aires… y viste como son las aerolíneas… que por ahí te sobre venden el vuelo y… llegamos al aeropuerto y… no podemos volver”, fue la respuesta excusatoria y expiatoria de mi madre que, sabiendo que me había despertado un domingo a las 6 de la mañana, intentaba justificar su pecado mortal moviendo a la misericordia y despertando (si es que algo más podía ya despertarse) la culpa latente de su hijo católico apostólico y, en este caso, madrileño.
Le pregunté con voz seca (qué otra voz se puede tener a esa hora después de haber dormido 3 horas): ¿y que mierda querés que haga yo? ¿Me viste cara de aerolínea? Ella, con su voz serena que la caracteriza, me contestó, casi a los gritos, y seguramente agitando sus manos, cumpliendo así, inexorablemente, el cliché italiano, que estaba desesperada porque no tenía los números de asiento y a ver si todavía tenían que viajar parados como si fuera el 60. Evalué por un instante la posibilidad de que no pudieran volver y cuando estaba decidido a no prestarle ningún tipo de ayuda, casi en un susurro me dijo: “te paso el código de reserva y conseguime los asientos por Internet”.
La pregunta: ¿a ésta hora?, sobraba y dejaba en claro que yo soy un pelotudo. Claro está que, si me llamaba a “esa” hora, era porque quería que, sin lugar a dudas, lo hiciera “a esa hora” y no en otra. Le pregunté porqué no había llamado a mi hermano, claramente más versado que yo en estas cuestiones, intentando sugerir otro chivo expiatorio que llevara adelante dicha empresa. Claramente se necesitaba a alguien que no fuera yo, que se hiciera responsable del regreso de mis padres a la Argentina. Por un momento me sentí Cámpora planificando el regreso del General en el 73’.
Como era de suponer ya lo había llamado a mi hermano (nunca entiendo porqué no confían en mi cuando de cuestiones que impliquen el uso de las nuevas tecnologías se trata… ¿será porque sigo sin saber como se usa un microondas?) y él, mas inteligente que yo, no le había respondido.
Quedamos en que me iba a volver a llamar en 10’. Me levante de la cama, prendí la computadora y emprendí el largo viaje del “check in online”, que podría ser el título de una serie yanki pero que no era más que el triste epitafio de mi domingo patético.
¿Por qué será que los formularios nos preguntan cosas que desconocemos? ¿Por qué será que los formularios online siempre nos arrojan, hagamos lo que hagamos, la leyenda: “CAMPO NO VALIDO”? ¿QUÉ CARAJO ES UN CAMPO, sino más que un lugar en donde pastan las vacas, corren caballos, garchan los peones y está lleno de mosquitos?? ¿Es posible que nunca jamás salgan las cosas de una y haya que llamar a un ingeniero de la NASA para poner un apellido allí donde se indica dicha acción?
Por supuesto que aquello que debía tardar unos 4’ en hacerse, llevó un tiempo exponencial que, a juzgar por la cantidad de ceros, bien podría ser el numero de avogadro, o el  marco devaluado de la Alemania de los años 30’.
Cuando creí que estaba todo listo, me preguntó sobre las valijas.
Debo confesar que, tuve la tentación, de considerar a mi padre, una de ellas. Después, más sereno, me di cuenta que no daba con el “targuet” ya que el peso máximo de dicho elemento era 23 kilos, y, salvo que mi madre lo hubiese pasado por una maquina de cortar fiambre en un bar de tapas en la Plaza Mayor, a mi papá le estaban sobrando más de veinte piezas de jamón en ese cuerpito.  
Caí en la cuenta que  no era necesario precisar la cantidad de equipaje y, feliz por la tarea cumplida, puse “enviar” al formulario que me devolvió un gentil “gracias por viajar con nosotros” que auguraba el fin del trámite y la vuelta a la cama.
Tomé el teléfono para llamar a ambos progenitores y, quede como Susana Jiménez mirando el tubo mientras espera que “Marcelito” le alcance el número desde las ignotas y lejanas tierras en donde se encuentran los cupones de llamados de los boludos que llaman y llaman y vuelven a llamar con la esperanza de poder decir algún día “Hola Susana”, cuando me acordé que no tenía a donde carajo llamarlos. Rogué al cielo que nuevamente sonara el teléfono. Milagrosamente ocurrió. Gentilmente le expliqué que le había mandado el formulario con sus respectivas reservas a su mail y que no quedaba otra más que imprimirlos. Después del protocolar “gracias” proferido por mi progenitora y el gutural gruñido de mi parte, colgué el teléfono, apagué la computadora, me tapé con la colcha incluso hasta la cara y me dispuse a recuperar el tiempo perdido en mi cama aún caliente que había abandonado hacía más de media hora.
Sonó nuevamente el teléfono. Deseé ardientemente que fuera un promotor de productos de Telecom o simplemente una “pequeña encuesta televisiva”. No.. era nuevamente Ana María Campoy con acento sanisidrense que me informaba que no podía abrir su mail porque estaba “en el extranjero”. Mi cara de sorpresa era imperdible: lamentablemente no había nadie para vérmela. Es la crueldad del destino: nuestros momentos más creativos los tenemos en la soledad, lejos de los testigos ocasionales que hurgan en nuestra existencia.
Me informó que un simpático madrileño, dueño del locutorio en donde estaba, le había ofrecido imprimirle la reserva si yo tenía la deferencia de enviarle la misma a su mail.
¿Desde cuando mis padres se habían vuelto swingers? Mientras el gallego le imprimiera esas putas reservas si quería fabricarle un hijo a mi padre, poco me importaba.
Antes de despedirse nuevamente me dijo que me iba a llamar a los 10’ para confirmar que todo estaba en orden.
Hice lo que me había solicitado, miré por la ventana, agarré un mazo de cartas que estratégicamente tengo sobre el escritorio y, como si fuera mi propio abuelo, me jugué unos solitarios a la espera del llamado.
¡Nunca llamó! Después de un largo… larguísimo rato, observé el ingreso de un mail del amante ibérico de mis padres que me informaba que todo había sido recibido correctamente.
Apagué la computadora, y ya casi llorando, me acosté, deseándome la muerte. La claridad del día me sorprendió despierto.
Tres horas después, cuando todavía intentaba conciliar el sueño, llamó mi tía para preguntarme si sabía algo de mis viejos.
¡QUE VIDA DE MIERDA!


martes, 8 de enero de 2013

LAS OLAS Y EL VIENTO


Mire el control remoto. Yo se, que en secreto, el me miraba a mi. Desde hace años tenemos una relación amorosa que no ha sido eclipsada por nada ni nadie. Juntos hemos compartido los mejores momentos de nuestras vidas.
El botón del “power” marcaba un antes y un después. Nos miramos nuevamente. Yo quise resistirme, pero, la tentación fue más fuerte: yo, débil mortal, hombre que viene del polvo, y que de vez en cuando quisiera poder celebrar alguno, temblando, tomé el aparato en mis manos y, carcomido por el miedo y la culpa, presioné el botón rojo. Mis pesadillas auto profetizadas se hacían realidad: estaban transmitiendo desde la costa.
¿Qué puta fascinación lleva a los gerentes de programación argentinos a suspender por tres meses cualquier contenido televisivo cultural (o no tanto), y trasladarse o, en este caso mudarse, a la costa Atlántica para hacerle notas a los infaustos turistas que habitan el zoológico veraniego del Mar Argentino?
¿Qué necesidad hay de sacar por cadena nacional a una mujer, madre y argentina, que le grita cual orangután enfurecido a su hijo que está jugando con un pez muerto que ha hallado en la arena?
Allí los tenemos a los periodistas de los noticieros serios vestidos de traje, pero con arena hasta en el orto, preguntándole a un señor entrado en kilos y años, y con los huevos al plato, cuán lindo es pasar las vacaciones con la familia.
La sucesión de concursos nos apremia: todos los días tenemos la elección del mejor culo, la mejor teta siliconada, el bulto más marcado, el bañero más pajero, la rubia más hueca, la cheta más fashion y el sushi más caro.
La playa es la caja de Pandora: todo puede salir de allí. Si queremos una radiografía de lo que somos, nada mejor que trasladar a un antropólogo a la costa en el mes de enero. Es más efectivo  que un censo y más caro que la misión espacial Apolo 74.
Si sos una chica que está mas o menos garchable, no faltará algún pendejo pajero que te tire la pelota cerca con la que está jugando con sus más impresentables y pajertos amigos, para aunque mas no sea chamuyarte un rato. Si sos un tipo que, tuneado por 11 meses de extremo entrenamiento en gimnasio has logrado sacar mas tetas que la Sabrina Sabrok, todas las minitas, bagartos y no tantos, te rondaran como las moscas a la mierda, tratando de convencerte de los beneficios de cojerte a alguna de ellas. Si tenes familia tendrás que aguantarte a tu mujer, a tus hijos, a tu suegra, al hermano/a de tu esposa que te romperán los huevos sistemáticamente haciendo que tus vacaciones se transformen en un desmedido deseo por la vuelta al trabajo.
Los ricos gozan de aquello que su dinero y sus tarjetas “gold” pueden comprar. Pero los pobres también tienen derecho a su festín: heladeras llenas de hielo con tuppers con milanesas a la napolitana; pizza que sobró de la noche anterior; berenjenas al escabeche; pedazos de asado transformados, mayonesa mediante, en “salpicón de vaca”; gaseoas con marcas tales como “Party”,  “Cordoba”, “Winner’s” o “B.B Max”; morcilla vasca envuelta en finas rodajas de pan de fonda y el infaltable Vitel Tonné lleno de arena. Algunos, pertenecientes a esta clase, pero más afortunados que los antes mencionados, acceden a ciertos lujos como comer en la “Trattoria Spacavento”, atendida por sus propios dueños que, casualmente, son Bolivianos.
Los sicarios de las noticias no pierden la ocasión de mostrarnos, impúdicamente, a  aquellos que ganaran algunos pesos haciendo pelotudeces en la playa: tenemos la nota al que vende el choclo caliente hervido en la misma agua desde que Perón asumió su primera presidencia; el que te pinta los skate haciendo “arte decorativo”; el que te vende el helado de palito sobrevaluado un 400%; la boluda del “arte sustentable” que hace collares con lentejuelas, fideos de sopa y caracoles que promete transformarse, rápidamente, en imán para las gabiotas y alimento para el tacho de basura; el bañero que se rasca los huevos y odia que le digan “Bañero” porque el es “Guardavida”… guarda su vida todo el verano porque no hace una chota; el surfista/la surfista profesional que “trabaja en el mar” y está estresado/a porque es un trabajo muy demandante y desgastante; el tipo que hace trencitas a viejas chotas que dejaron de ser jóvenes hace 58 veranos atrás.
Nunca falta una notita al “raro” que, sentado bajo la sombrilla, con buzo y zapatillas puestas, se lee algún librito que puede ir desde “La consolación de la Filosofía” de Boecio hasta “Horangel 2013-2014”. 
Al caer el sol, nuestros cronistas locales, nos informan sobre las clases de gimnasia a orillas del mal: miles de boludos al ritmo del Baile del Caballo mueven sus nalgas a los cuatro vientos tratando de coordinar sus movimientos con los del mulato de turno que hace las veces de maestro de ceremonia que incita a la masa a quemar calorías.
La noche sorprende a los reporteros, con su traje azul (como el mar azul) en la puerta de los boliches en donde miles de inmundos pendejos que usan granos y huelen a chivo intentan copar el local de baile nocturno, llenos de alcohol y preservativos, que, todos sabemos, es probable que no usen.
Y así, mirando por la televisión el pavimento de sombrillas que se ha formado allí, donde una vez hubo playa, extrañando los veranos menemistas en los cuales Mateyco era el Rey de la Noche con ese saco blanco arremangado que le quedaba para el orto, nos sentimos satisfechos de haber hecho la opción (por jodidos y miserables) de quedarnos en Buenos Aires disfrutando del verano porteño y viendo, con gusto, cuan mal la pasan aquellos que han ido a “desenchufarse” de la rutina.
Como diría Mario Sapag en la mítica publicidad de Quilmes: “Ir y venir; descanso y agite; fin y principio. Con ustedes: ¡El verano!” ¡QUE VIDA DE MIERDA!.