jueves, 19 de julio de 2012

MI CINTURA SE PERDIÓ EN UN BOSQUE DE SPAGHETTIS

… Eso fue lo que dijo el genial Enrique Pinti hace muchos años. Tal vez ese bosque era, al decir del gran Dante refiriéndose a la selva en la cual se había hallado “Nel mezzo del cammin de nostra vita” (En el medio del camino de mi vida), “aspra e forte/che nel pensier rinnova la paura” (Áspera y fuerte, que en el pensamiento renueva el temor). Esto lo deducimos ya que Pinti no volvió a aquel bosque en busca de su cintura y decidió dar por perdido ese cuerpito sexy que, al parecer, Dios y sus padres le habían concedido.
Otras celebridades, no menos famosas, han hecho confesiones un tanto contrarias a la antes mencionada. La Loren, la Gran Loren, la Monumental Loren, la mujer con el par de tetas mas codiciadas del universo cinematográfico y con el cuerpo mas deseado por hombres, y porque no mujeres, del mundo entero, ha sabido confesar que “Todo lo que ustedes ven se lo debo a los spaghettis”.
El YIN y el YAN; Pinti y la Loren, dos modos de expresar cabalmente el amor irrenunciable por la comida, y, siendo que ambos siguen vivos y aquello que podría haber sido un defecto se transformó en ellos en virtud, sus existencias y sus frondosas carreras nos recuerdan una y otra vez que, todo lo que no nos mata nos fortalece.
Esta filosofía de vida frente a la comida es lo que ha mantenido viva a mi familia. Hemos transformado la dieta en comilona y la comilona en dieta. La “dieta del helado” se transformó en un modo inteligente de comer postre en el medio de la angustia provocada por la privación ilegítima, por parte del nutricionista, del sustento vital de hidratos de carbono en la dieta diaria y, “comer hasta reventar”, fue un modo heterodoxo de expulsar las toxinas del cuerpo junto con 2 metros de intestino grueso. 
En 1973, Marco Ferreri, presentaba al mundo su nuevo film “La Grande Abbuffata” (La gran comilona). En ella, un grupo de señores burgueses aburridos de su monótona y poca interesante vida, decidían suicidarse comiendo hasta morir. Ferreri nunca nos conoció personalmente pero, su película se volvió profecía.
Para nosotros, los tanos latinoamericanos, la comida es cuestión de vida o muerte, pero jamás “cuestión de peso”; de hecho, si pudiéramos, mataríamos a Cormillot haciéndole comer una ensaimada rellena con dulce de leche, pastelera y dinamita envuelta en profiteroles rellenos con crema. Nuestra vida se basa en la comida: nos levantamos pensando en comida y nos acostamos pensando en comida; tener un sueño erótico es soñar con mortadella; cuando pensamos en un casamiento primero pensamos en la mesa dulce y después en los novios y un bautismo, indefectiblemente, siempre es la torta (no estamos hablando ni de Sandra ni de Celeste). Una casa sustentable es una vivienda con tabla para amasar en el baño, así, mientras cagamos, podemos hacer unos fideítos. La comida de año nuevo la organizamos en septiembre y, para nosotros, la pascua es la mejor fiesta del año porque, pudiendo elegir cualquier cosa, los judíos se inclinaron por el cordero. Las únicas plantas dignas de ser cuidadas son las comestibles y si los conejos crecieran en los árboles, tendríamos un vivero.
Sin embargo, y a pesar que nuestra vida esta surcada por pruebas, hay un momento en el año en el que todas nuestras capacidades se ponen en juego y debemos rendir el examen más difícil: darle de comer a todos nuestros amigos.
Ese día ponemos toda la carne en el asador, y cual ritual para atraer la buena suerte en el año del “Dragón de caca”, hacemos lo imposible por el éxito de la cena, ya que de ella depende nuestra vida futura. Con temor a que la comida no alcance, a pesar de haber calculado la cantidad de alimento a partir de una formula matemática que consiste en  transformar el numero de comensales en idénticos kilos de comida, multiplicarlo por 33 (Cristo en la quiniela…. nosotros somos gente muy piadosa), y a esto sumarle un 10% para menguar el error que podríamos haber cometido en alguno de los pasos antes mencionados, nos disponemos, “me” dispongo, a darle de comer a todos esos muertos de hambre que me quieren por mi única virtud que no es otra que mi heladera llena.
Este año, para satisfacer la voracidad de los asistentes a tan distinguida cena, se me ocurrió la brillante y puta idea de hacer sorrentinos. Claro, no era cosa de ir y comprarlos (en esta casa, eso es un pecado mortal que se castiga, como bien debe ser, con el fuego eterno), sino que el chiste residía en amasarlos. Por supuesto que no era la primera vez que me aventuraba en semejante tarea, pero, este año, evidentemente, las cosas estaban destinadas a salir, lisa y llanamente, para el ojete.
Durante 3 días me encargué de recolectar todo lo necesario para la elaboración. Lo bueno de cobrar el aguinaldo en esta época es que con gastárselo todo para amasar para otros evita que uno tenga que tocar el sueldo para dicho fin. Creyendo erróneamente de estar en el estudio de Utilisima, desplegué todos los elementos en la basta mesada (es mas pequeña que el interés de una caja de ahorro) y, colocándome el delantal de cocina que no se porqué carajo tiene un papá Noel estampado en el frente me dispuse a cocinar.
Si existe un placer más grande en esta vida que estirar la masa en la pastalinda que me digan cuál es. Esa actividad produce un orgasmo de mejor calidad del sexo y cuando finaliza, no necesita uno fumarse un pucho y verse obligado a preguntar: ¿cómo estuve?. Uno mete masa y, la pastalinda, cual madre generosa que provee de alimento a sus hijos, te da masa. Masa, hermosa masa, tersa, suave, límpida… como el cutis de Nacha Guevara. Masa… que puedes ser lasagna, sorrentino, canelón. Masa, que te estiras, te juntas, te extiendes y me abrazas y, en eterno amor, te transformas en raviól. Masa, tu te dejas en mis manos convertirte en mi esclavo. Masa, que eres venerada por el creyente convertida en Dios viviente. Masa, que eres madre y me amas y el celíaco de tí escapa. Masa, el trigo te da el color y yo, mi corazón.
Y así, cual Donato de Santis, recitando este hermoso poema, comencé a armar, sorrentino por sorrentino, hasta que el destino me demostró que no hay que jugar ni con los dioses ni con el vidrio.
¿Por qué había decidido colocar el relleno de generosa ricotta en una fuente de vidrio para horno del tamaño de una bañadera? ¿Por qué allí en donde la semana pasaba había realizado un baño de inmersión, había lavado la ropa y había mezclado la pintura para pintar el frente del edificio, ahora se encontraba el relleno de la pasta? ¿Por qué se me tuvo que golpear la fuente, hacerse mil pedazos e incrustar su ser devenido en astillas de vidrio en mi relleno? ¿Por qué Dios no hace nada para acabar con el hambre en el mundo? (Eh… pregunta equivocada. Eso no era para esta entrada en el blog).
Allí, ante el crimen culinario perpetrado, llorando sobre la leche cortada derramada, haciendo de cuenta que no había ocurrido nada, mire hacia atrás, y siendo que no me veía nadie, soplé la masa de ricotta reventada, le saque los pedazos de vidrio que vi y dije: si las gallinas comen vidrio, ¿porqué no estos pelotudos? Silbando, para acallar los pensamientos que asaltaban mi cabeza, rellené todos los sorrentinos. Luego, satisfecho ante el trabajo concluido, me eché en mi lecho para contemplarme agradecido conmigo mismo por semejante gesta. Pero, la culpa, la maldita culpa, esa culpa que no nos deja transformarnos en Yiya Murano sin cargo de conciencia alguno, asalto mis pensamientos. ¿Y si moría alguien comiendo esos sorrentinos? No es que los participantes de la comida fueran gran cosa, pero, ¿si ese alguien era yo? ¡El mundo no podía privarse de tan elevado pensador, de tan plástico deportista y de semejante hijo de puta!.
Carcomido por la angustia incontenible que me provocaba el saber la cantidad de guita que me había gastado en ello, barajé la posibilidad de vivir algún tiempo en la cárcel con total de no tirar los famosos “Sorrentinos Kinder” que vienen con sorpresa… sorpresa letal por cierto, pero, llegué a la conclusión que peor que la cárcel podía ser el tener que soportar a mi madre llorando en los programas de la tarde por la tragedia del  “Sorrentino Gate” y decidí, sin mediar palabra conmigo mismo, echar al tacho el trabajo de una jornada y el dinero de un aguinaldo.
Arrodillado, ante la bolsa de residuos, juré asfixiarme con la misma, si volvía a suceder nuevamente semejante desgracia.
Luego, mas calmado, y sabiendo que lo peor que podía ocurrir a partir a ahora era empezar a cagarme en público, me puse de pié y recomencé la tarea de amasar para todos y para todas.
Mañana será el día del amigo, y en mi casa, conmigo o sinmigo (como diría Herminio Iglesias), se comerán sorrentinos. Que vida de mierda!



viernes, 6 de julio de 2012

DE FONDOS Y PANTALLAS

Sin lugar a dudas mi infancia fue modesta. Supe contentarme, desde la más tierna edad, con pequeñas y simples cosas que llenaban mi existencia: un pedazo de tela en desuso se transformaba en la capa de Superman, de Batman, del Zorro y porque no, adelantando los nuevos tiempos, en la de la Mujer Maravilla; un reloj roto indicaba la hora actual, o aquella que se mantenía en constante movimiento a través de mis fantásticos viajes en maquinas del tiempo soñadas o, si la circunstancias lo requería, no era mas que un tecnológico transmisor ruso, abuelo del celular. Todo esto, junto a algún que otro juguete conformaban el ejército de mis bienes mas preciados que, invariablemente, se combinaban para ser protagonistas de mis juegos, siempre teñidos de mucha imaginación.
Nací con la tele color, con la navidad con huevos rellenos que no conoció las sutilezas de la champaña y con juguetes que, si se rompían, provocaban indefectiblemente tétanos. 
Como por aquel entonces la wikipedia no se había inventado, todo niño que se preciara de tal debía realizar si o si sus deberes escolares con dos infaltables de cualquier casa de familia: ANTEOJITO o BILLIKEN. En casa recibíamos la primera porque, a decir de mi santa madre, la segunda era “poco profunda y estaba llena de pelotudeces”.
Una vez por semana la ansiada revista se asomaba por debajo de la puerta. Ojeábamos la publicación con el entusiasmo tal de toda una generación que no conoció la Internet.
La revista partía de la idea de “repetición” como motor del aprendizaje: en un año podía haber unas 3 tapas con Cristóbal Colón que no era otro mas que Anteojito con peluca carré (una mezcla de Rafaella Carrá con la sota de basto disfrazada del zorro) o unas 5 entregas con un Sarmiento con cara de figurita con un invariable pizarrón verde de fondo que recreaba la atmósfera áulica que uno tanto aborrecía.
Sin embargo, había un número en el año que transformaba el halo mágico que la revista de por si ya tenía en el portal de acceso a lo sagrado. Invariablemente, para el mes de diciembre, llegaba “el pesebre para armar” que era un conglomerado de las figuras del nacimiento con unas líneas punteadas con una leyenda que rezaba: “cortar por aquí”. Montar la escena del Belén era una tarea titánica. Primero cortar, después pegar, agregar yerba, algodón, papel glasé metalizado, tempera, polenta, porotos, utilizar lápices de colores, agregar más pegamento, un poco de cartulina, etc. A juzgar por la hiperinflación que azotaba al país, el pesebre más que ser un objeto de culto se transformaba en un bien de cambio. El gasto de producción equivalía a 3 kilos de asado. Por supuesto que, ninguno de los materiales antes mencionados y la juiciosa como habilidosa mano de mi madre, lograban transformar ese pesebre en algo distinto a una cagada que además tuviera alguna lejana similitud a la escena que intentaba recrear. A las pocas horas de haber pegado todas las figuras la Virgen Santa comenzaba sufrir “tortícolis”, a San José le agarra escoliosis, el niño Dios se parecía mas a un vitel toné que a una persona y los reyes magos quedaban sepultados bajo el algodón que era el único que no se apelmazaba. Si esta monstruosidad se armaba el 8 de diciembre, para el 12 ya teníamos un grado de putrefacción tal, debido a todos los productos imperecederos que resultaban ser mas perecederos de lo que se sospechaba, que el establo original, con bosta y todo, era un sitio mas acogedor para un nacimiento que la maqueta del tren fantasma que habíamos montado gracias a la preclara idea de Don Manuel García Ferrer. Así y todo, ya habitante de las profundidades del tacho de basura, el pesebre, ícono del glorioso milagro de la encarnación del verbo, conservaba, inmutable y sereno, su fondo azul estrellado. Había algo en el que se resistía a formar parte de la montaña de desperdicios del Cinturón Ecológico: ese fondo con estrellas que alumbraban el parto virginal de Nuestra Señora permanecía en medio de la hediondez propia de la polenta que, si bien no era vómito, lo disimulaba demasiado bien.  
Antes, otros artistas de cuyo grupo ni mi madre ni yo formábamos parte, habían descubierto el secreto. Leonardo había pintado a su plácida Gioconda sobre un fondo inquietante. Mientras ella sonríe como quien está siendo sutilmente violado con un palo enjabonado, detrás, muy detrás de ella, se agita un paisaje que está en movimiento y que pertenece, tal vez, al mismo infierno. La Gioconda no está en el, y este, no forma parte de la Mona Lisa. Sin embargo, ella y el, mujer y fondo, se han unido en casto matrimonio dando lugar a una de las obras mas estudiadas por los catedráticos y odiadas por los miles de turistas visitantes del Louvre que descubren su exiguo tamaño y su color marrón caca que genera mas que fascinación un profundo desagrado.
Esta semana vi, una mil veces, la pseudo-conferencia de prensa de mi amigo Ricardo Fort con un fondo “Miami” que le daba al ya patético cuadro un tinte “menemista” imposible de desmentir. Fort no estaba en Miami pero su declaración jurada delante del público tenía como telón de fondo unas hermosas palmeras agitadas por el viento.
Susana transformó los fondos en protagonistas indiscutidos de sus programas televisivos. En la época en que se sentaban en su living personajes tales como Anthony Quinn o la mismísima Sofía Loren (no como ahora que sienta a Wanda Nahra y a Daniel Agostini) su fondo “ciudad de noche” daba el tono a toda la escena. Por supuesto que esa ciudad no era la Misteriosa Buenos Aires, en palabras de Mujica Lainez, sino una iluminada New York con Torres gemelas y Empire State incluídos.
Ayer, una vomitiva Maria Nannis, símbolo del capitalismo pornográfico,  apareció en los medios “conferenciando” desde ¿Buenos Aires? pero con un “Milán” fondo que la constituía en un ñoqui mal amasado del mundo del espectáculo autóctono.
A lo largo de nuestra historia televisiva tampoco faltaron periodistas que incursionaron en este arte de transformarse en figuras recortadas de un pesebre no viviente: “Hora Clave” lució, en su temporada  de canal 9, una ventanita que dejaba entrever una ciudad de fondo, escena mas de Hitchcock que de la profunda tradición periodística de este país que siempre se ha servido de dos o tres potus como decorado.
Ahora, nos preguntamos: ¿es necesario? ¿es realmente necesario? ¿Qué perversión oculta posee una persona que no satisfecha con su cara, que es en si todo un paisaje, agrega a su siliconada figura un paisaje de un lugar en donde no se encuentra? ¿Tener a Miami de fondo nos hace más importantes o más felices? ¿Serán tan inteligentes que habrán comprendido como el gran Fefé (Fellini) que para hacer una verdadera ficción hay que hacer notar que de ello se trata?
Vuelve a mi memoria la trascendente pregunta de “E la nave va”: dove va tutta questa gente? (¿dónde va toda esta gente?). El mismo relator de dicha película (película que muestra como ninguna lo ficticio de la ficción y lo ridículo de la pretensión de verosimilitud) la contesta: TODA ESTA GENTE, NO VA A NINGUNA PARTE.  
Si como cree Fellini la ficción es un ícono de la realidad, ¿por qué Mariana, Susana, Ricardo, Grondona y quien soronga sea no se sinceran con ellos mismos y con nosotros y ponen de una vez por todas una montaña de caca a sus espaldas? Tal vez así, ya sin duda alguna, sabremos todos, cabalmente, que ellos sí que tienen una VIDA DE MIERDA.