Hace pocos días, un muy querido amigo mío, entró en la temida como contradictoria  edad conocida como “Los treinta”. 
Quien escribe no pasó por la experiencia de cumplir 50, que marca inexorablemente el ingreso al último tramo de la existencia y que, en la cual, en cambio de planificar las vacaciones uno empieza a pensar en el velorio, ni en los 40, edad en la que uno gasta tiempo pensando que parte del cuerpo podría dinamitarse para hacerse de nuevo si es que tuviera plata suficiente como para pagarle a un cirujano plástico. Curiosamente, a los 30, han quedado también atrás, las ilusiones de los 20, y uno sabe que está parado en la medianía de la vida, perdido como turco en la neblina.
Habiendo cumplido los treinta hace ya un par de años, puedo afirmar sin temor a equivocarme que los 30 son como la montaña rusa: disfrutaste la subida y sabes que ahora llega la bajada. 
Los 30 son un “darse cuenta” que ya no sos tan joven como para ir a bailar, ni tan viejo como para ir a puerto libre, ni tan valiente como para empezar de nuevo, ni tan boludo como para dejar el trabajo, ni tan inteligente como tu jefe que gana el doble que vos y se rasca a 4 manos, ni tan de 20 como para no parecer de 30. 
            Es la edad en la que te empezas a dar cuenta que estas viejo, en la que se te empieza a caer el pelo, en la que toda la gente que conocías cuando tenías 20 y pico está ya casada y con hijos; es la edad en la que se empieza morir la gente que tenía 40 cuando vos eras chico; es la edad en la que cambias el turismo aventura por un hotel con aire acondicionado y estufa. 
Los 30, dicen, es la década más creativa del hombre, pero, estamos tan ocupados trabajando, que se nos pasa tan rápidamente que cuando nos queremos acordar, estamos haciendo la cola para inscribirnos en el PAMI.  
Los 30 son la edad en la que todos te parecen más chicos que vos o mucho más grandes que vos. Es la edad en la que los viejos, de pronto, te parecen más cercanos y los pendejos, inexorablemente lejanos. 
Es la edad en la que te empieza a molestar la música alta, que el basurero compacte la basura en la esquina de tu casa, en la que ningún programa de tele te entretiene, en la que querés largar todo a la mierda pero, estas tan metido en el quilombo, que te quedás en el molde, no vaya ser cosa que tengas que cambiar algo de lo que se venía dando. 
Es la terrible edad en la cual empezas a darte cuenta que aquello que odiabas de tus padres ahora lo tenes vos: de pronto te encontrás diciendo cosas que dicen ellos, que hacen ellos, y, lo que es peor, que piensan ellos.  
Los 30 es la edad en la que, en algún momento, si sos hombre, vas a tener que decir la mentirosa como patética frase: “Te juro que es la primera vez que me pasa”, mientras buscas en las páginas amarillas un encantador de serpientes que logre ponerte  dura la p...   
Cuando llegás a los 30 tomás conciencia que sos parte de esa generación que no conoció la psicología ni las teorías pedagógicas modernas en donde al alumno hay que comprenderlo. Nosotros fuimos educados en el más estricto conductismo y nuestra mas tierna compañera de la infancia fue la culpa, que tanto hizo por nosotros y la civilización occidental y cristiana. 
            Cuando tus viejos te llevaban a la casa de algún amigo de ellos, te cagaban a pedos antes para que no tocaras nada, y, si por esas desgracias, se te ocurría portarte mal, a la vuelta, te cagaban a palos, porque tenían como dogma de fe aquella máxima que reza: la letra por la sangre entra. 
            Si la maestra los mandaba a llamar lo primero que te decían en casa, con tomo más que intimidatorio, era: ¿Qué mierda hiciste? Y, cuando comprobaban que no habías hecho nada, igualmente te amenazaban diciendo: “mejor que no te mandes ninguna cagada en el colegio, ¿escuchaste?”
            Hace casi 30 años, era la época en la que los maestros tenían razón, los vecinos tenían razón, los amigos de tus viejos tenían razón, tus abuelos tenían razón, el carnicero de la vuelta tenía razón, y la única razón que tenías vos para seguir viviendo, era que algún día ibas a crecer e ibas a poder hacerle miserable la vida a otras personas. De mas está decir que nunca jamás te daban razones de nada y todo se hacía porque lo decía alguien cuya fuente de autoridad residía en golpear la mesa y decir: “¡esta casa es mía y yo hago lo que quiero!”. 
            Esta generación nació con la televisión color. Muchos de nosotros vimos nuestro primer culo en la primavera alfonsinista, mientras el país se preparaba para Carlos Saúl I. Nos calentábamos viendo a la bebota decir: “¡Maestro! Soy muy fea!”.  Noemí Alan amenazaba con sacarse la tanguita, mientras a nosotros, nos amenazaban con rompernos la cabeza si no nos tapábamos los ojos mientras nuestro viejo seguía viendo ese escultural cuerpo hoy ya devaluado.  
            Descubrimos que “alcoyana-alcoyana” era más que un juego de cubrecamas y Mesa de Noticias nos enseñó lo que era el humor de verdad, muy distinto al que vendría luego, que sería grosero, poco inteligente y sobre todo, poco gracioso. 
            Nacimos sin Internet ni celulares: para comunicarnos, tocábamos el timbre de la casa de nuestros amigos y los invitábamos a ir a la plaza en donde, por un rato, estábamos lejos de la mirada de nuestros padres. 
            Cuando empezamos la adolescencia llego Miami a la Argentina y creímos que nos podíamos comprar el mundo. El mundo nos compró a nosotros y nos vinimos a enterar que todos teníamos la vida hipotecada para siempre.
            Los 30, son una edad extraña: la conciencia de lo que fue, de lo que es, y de lo que puede llegar a ser nos angustia. Sin embargo, a esta edad, solo algo es seguro: ya has sumado pruebas suficientes de que la vida es una mierda.